La ciclovía invisible


Debo confesar que me da muchísimo miedo andar en bicicleta. 

Sé que no suena lindo decir algo así entre personas que trabajan para la cooperación internacional, sobre todo en temas de conservación de recursos. Mucho menos si el grupo humano contiene europeos ecologistas, para quienes el asunto de la bicicleta puede ser tan fundamental en la conservación del planeta como el desarme atómico.

Pero, y lo digo recopilando todo el valor y la dignidad humana que aún me quedan: me da muchísimo miedo andar en bicicleta. 

Cuando era niña, y vivía en Sullana, usaba la bicicleta para ir a todas partes. No me importaba, por ejemplo, que mis padres sólo pudieran comprarme aquellas marcas promedio, que hacían sonar los frenos como gansos doloridos. Tampoco que mi madre y mi abuela anduvieran todo el tiempo detrás, decretando las formas más creativas y sanguinarias en las que podría morir. Mucho menos la cantidad de caídas, raspaduras, desolladuras, esguinces y moretones que me hacía en carreras prohibidas, desde la cuadra 12 hasta la cuadra 8 de la Grau, todo cuesta abajo.

Por entonces, las pocas personas que conducían mototaxis manejaban como seres decentes y civilizados, y había pocos automóviles, así que la chiquillada podía sentirse segura. Mi papá y uno de sus mejores amigos, nos juntaban a todos los del barrio, cada uno con su bici, todas de estilos diferentes, y nos llevaban hacia el malecón, cruzábamos el Puente Viejo (Isaías Garrillo, se llama formalmente) y llegábamos, barriendo ruedas, al Parque Infantil de Marcavelica, donde jugábamos un par de horas, antes de emprender el retorno. 

Hasta terminar el colegio, tuve bicicleta. Luego fui a la universidad en otra ciudad, mi familia quebró, vendieron muchas cosas, incluyendo la bici, y entre trabajo productivo y estudios, olvidé el asunto, por años. 

Volví a montar bicicleta en julio de 2001. Estaba de visita en casa de una muy querida amiga alemana, de origen checo, y ella dijo, fuerte y claro: "Es verano, se usa bici, allí tienes una y mi otro casco, ¡vamos!" Yo ya había perdido la confianza en mi capacidad de conducir cualquier vehículo, pero Alice me dio mucha seguridad. En verdad, esas dos semanas fueron geniales. 

Más adelante, en algún momento entre los 25 y los 27 años, salí con un chico que me llevaba en bici a todas partes. Intenté manejar algunas veces, pero era demasiado alta para mí. Ya allí vi que las cosas habían cambiado mucho: ningún conductor de vehículo motorizado mostraba respeto por los ciclistas, era una lucha constante por espacio, un zigzagueo de vida o muerte, doquiera que estuvieras. 

Desde esa época, comprendí que montar bicicleta se había convertido en un asunto de alto riesgo, así que decidí guardar una honesta admiración por quienes lo hacían, pero no, no era lo mío, prefería tener los pies en tierra y caminar. 

Diría que en Bilbao era más seguro ir en bici que en Sullana o Piura, porque los conductores (la mayoría, digamos) no tienen por principio amedrentar peatones y ciclistas. Un compañero del máster, italiano él, me pidió llevar la suya desde el taller de reparaciones hasta su casa. Acepté. Fue una pesadilla de 20 minutos. En un lapso de dos kilómetros, temblé, hiperventilé y tuve una pequeña crisis de ansiedad. La razón: cantidad de indicaciones para ciclistas que yo no sabía interpretar (en Munich, las ciclovías eran llanas, sencillas e intuitivas). 

Sintiéndome un peligro público, avancé los últimos 500 metros llevando la bici andando. Todo bien, gracias. Aquí está tu nena. Voy a tomar una cerveza. 

No volví a saber nada con las bicicletas hasta que me casé con un europeo cooperante y ecologista, en el año 2012. Desde entonces, lo he visto ir, venir, colocar un asiento de bebé, trasladar a nuestra hija mayor, luego a la hija menor, y así, mientras yo me tragaba la angustia y mordía la lengua para no repetir, ni en pensamientos, los decretos de mi mamá y mi abuela, básicamente porque era mi miedo, por tanto, mi problema, no el de mi descendencia. 

Así he seguido, hasta abril de 2021. Estando en Cancas (Tumbes) y ante la situación pandémica, decidimos quedarnos algunos meses en Sullana, más pequeño y espacioso que Lima. Mirando condiciones y buscando casas, vi que una amiga anunciaba la venta de una buena bici de segunda mano, mediana, justo para mí. Me animé a comprarla. 

Cuando fui a recogerla, estaba aún con los estragos más fuertes del COVID-19, así que me costó mucho mantener el equilibrio, la dirección y, con pocos metros conducidos, llegué a casa hecha polvo. No quise asumir nuevamente que la vaina no era para mí, dejé pasar un tiempo (vacunas incluidas), le agregué algunos mecanismos de seguridad y, un amanecer de octubre, salimos de casa a las 5 y media, rumbo a un descampado en Miguel Checa, junto a Nuevo Sullana, para regar varias plantas que mi familia ha sembrado por allí. 

Fue maravilloso. 

Y peligroso. 

Sullana tiene una densidad de mototaxis para transporte público muy elevada, con licencia para entrar en todos lados. La mayoría de conductores desconocen totalmente las normas de tránsito, forman 3 carriles en pista de 1 solo carril, adelantan por la derecha, le ganan espacio a los carros y peatones cada vez que pueden. Los conductores de otros vehículos motorizados no se quedan atrás y hacen alarde de las más estrafalarias maniobras, ante la inacción absoluta de cualquier autoridad. 

Para llegar desde Sullana hasta la zona de Miguel Checa donde voy, hay que avanzar por carretera alrededor de 4km, porque las urbanizaciones y asentamientos humanos del camino están llenos de pistas incompletas, calles ciegas y arenales. No existen vías auxiliares asfaltadas, por lo tanto, el borde de la calzada está lleno de trampas de tierra suelta, piedras, trozos de vidrio, alambres oxidados y basura. 

Los ciclistas experimentados, que se mueven entre Sojo y Sullana para trabajar, toman directamente el asfalto, pero son rebasados constantemente por mototaxis o empujados por el viento de tráileres y transporte pesado, que los superan a un metro de distancia y sin pestañear. 

A esto, sumemos la cantidad de perros del camino, callejeros o domésticos, que se lanzan tras las ruedas sin disimular la furia.  

Sólo me he atrevido a hacer esto dos veces y, aunque siento que me gusta, sigo teniendo miedo. 

No, no es divertido. 

Tampoco tiene por qué ser una carrera de obstáculos. 

La bicicleta no es un juguete, es un medio de transporte, más sostenible que muchos otros. En cualquier lugar del Perú, deberíamos tener derecho a usarlo sin ser ciclistas profesionales ni sentir que nos estamos jugando la vida. 

Pero, además de continuar tomando ese espacio, no sé qué más podamos hacer.


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