
Hice bien en llevarme los audífonos a la oficina, aunque se malograron pronto. Afortunadamente, tengo amigas previsoras. Hacía mucho que no trabajaba con música y ahora recuerdo por qué me molestaron tanto las prohibiciones lanzadas por nuestro jefe de área, hace un año, acerca de “no perturbar el ambiente de trabajo con música, pues en el centro laboral no hay espacio para esas cuestiones informales”.
Alguien debería dar un curso de gestión de personal por aquí y otro de diseño de interiores, que no es tan fácil pasarse ocho (o hasta doce) horas al día en un lugar tan impersonal (menos mal que hasta hoy no me dicen nada de los afiches que tengo pegados en el murito de cartón piedra, frente a mi nariz).
AFI, AFI, AFI. Estoy a punto de entrar en sordera potencial otra vez. Conviene tener música fuerte, había olvidado que energiza. Energiza y anima a trabajar con más ahínco (casi no recordaba que los mejores exámenes de la universidad los di habiendo estudiado con un disco ochentero de MetallicA). Lo mejor: no te distrae nadie, aunque quiera. No escuchas nada más que tu monotonía, no sientes nada más que tus dedos tecleando y, de vez en cuando, Havok, que su voz me encanta y, según me dicen, en mi época estudiantil lucía igualita a él en el vídeo de “Silver and Cold”. Pero es mentira, Havok es más alto y a mí nunca me quedó tan bien el maquillaje.
Pero hoy compartiré otro vídeo, uno de una canción que dice que el amor sabe a invierno. Sí pues, es verdad, sabe a todos los inviernos del mundo, pero qué gusto da caer en el agua y hundirse poco a poco, teniendo la sensación de que el ser amado también se hunde contigo. Ilusión.
Ave AFI.