Otro post sobre Shingeki no Kyojin y la humanidad
Los afiches promocionales de la primera y cuarta temporada de Shingeki no Kyojin ilustran de manera desgarradora la forma en que el odio ocasiona ciclos interminables de violencia. |
El Retumbar es un arma de destrucción masiva con la potencia de varias bombas atómicas, sin el problema agregado de la radiación.
Es un poder expansivo, que arrasa con todo a su paso, sin tregua. Elimina cada vestigio de vida a su alcance, desde plantas hasta seres humanos de todas las edades, todas las etnias y todas las condiciones sociales.
Devasta.
Y es usado con la firme intención de terminar con la guerra y el odio que la genera, a un altísimo precio: destruir miles de vidas. Incluso, millones.
Se espera que la amenaza de su ejecución sirva como advertencia, que los humanos intenten mantener buenas relaciones diplomáticas, básicamente para no provocar a la bestia, porque no se sabe si en verdad el poder del Titán Fundador desaparecerá del todo alguna vez y varios países, entre ellos Estados Unidos, China, Francia, La India, Pakistán, Rusia y Reino Unido, poseen armas nucleares, pese a todos los esfuerzos mundiales para conseguir el desarme.
La tecnología bélica avanza y los ejércitos siguen siendo más importantes que la salud, la educación, la protección de los ecosistemas naturales y sus recursos, la erradicación del hambre, la vida digna.
Porque los humanos tenemos memoria frágil (o el poder nos obnubila) y en las relaciones políticas y diplomáticas de altos niveles se manejan códigos que los ciudadanos y ciudadanas de a pie, en nuestra condición de sujetos experimentales, señuelos o carne de cañón, nunca podremos entender del todo.
Shingeki no Kyojin nos muestra la brutalidad de la Alemania Nazi, las eternas matanzas en el Cercano Oriente, las posiciones riesgosas y nada éticas de Asia Oriental.
También nos recuerda que existen muros larguísimos, altísimos, construidos bajo la excusa de proteger a unos, "los humanos", y excluir a otros, "los demonios". Detrás de esto, se alinean todos los aparatos propagandísticos que ideologizan, que idiotizan, que nos privan de ejercer ciudadanía, de asumir nuestras responsabilidades y fomentan el miedo, habitual antecedente del odio, hacia los que percibimos como "diferentes", desde el adolescente callejizado del parque hasta la mujer inmigrante, extranjera o nacional.
Nos recuerda a niñas y niños que fueron bombardeados, desplazados, obligados a ver morir a sus familias y, en cuanto pudieron con el peso, levantaron un fusil.
O quizás, ni siquiera pudieron elegir.
Las representaciones gráficas de estos chicos, muchas veces, terminan convirtiéndose en los rostros de la venganza, pero nadie explica toda la serie de desgracias que ocurrieron en sus vidas, provocadas por el odio y el deseo de venganza de otras personas, hasta llevarlos al límite.
Hasta el momento en que ya no tuvieron nada que perder.
Aún hoy, nos encontramos tan atrapados en esta espiral, tan condicionados por las ideas imperantes, que, ante cualquier agresión, terminamos repitiendo la versión oficial: era necesario para evitar algo peor.
Entonces, justificamos la barbarie realizada por el bando que identificamos "nuestro".
Por ejemplo: Estados Unidos y sus Aliados necesitaban asesinar a 220 mil personas en Hiroshima y Nagasaki (sólo con las explosiones, luego murieron muchas más), para terminar con una guerra que ya llevaba provocando alrededor de 60 millones de muertes.
La mayoría de toda esta gente no tuvo participación directa en el conflicto, claro. Se trataba de civiles: hombres, mujeres, adolescentes, niñas, niños, bebés. Sacrificios arbitrarios, vidas que no debían terminar así.
Del mismo modo, normalizamos tantas otras acciones nefastas.
Porque, para protegernos, hemos decidido que las multitudes llenas de "otros" son sólo masas sin cuerpos, ni rostros, ni sentimientos, que pueden ser entregadas a la masacre por un "bien mayor".
Pero... ¿Quién decide qué es el bien mayor?
Desafortunadamente, a estas alturas de nuestra historia, aún miles de personas defienden que la violencia, ese tipo de violencia brutal y destructora, es un requisito indispensable para conseguir la paz.
Fotografía de un niño palestino caminando cerca a su casa destruida por el conflicto Israelí-Hamas en el barrio Al Shejaeiya (Franja de Gaza). EFE/Archivo de 2015. Enlace a la publicación original. |
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