Alto rendimiento emocional


Hace poco, una amiga, feliz madre de familia, emprendedora y ex "estudiante de bajo rendimiento" (ella desea conservar ese estigma, como recordatorio de lo que no se debe hacer a los niños) me dijo que las alumnas con mejores calificaciones en el aula solíamos dedicar tiempo a explicarle lo que no entendía, le ayudábamos a hacer tareas, la metíamos en los grupos de trabajo para que subiera su puntuación y, a veces, le soplábamos en los exámenes.

A decir verdad, lo había olvidado.

El rendimiento académico ha sido definido por especialistas en docencia y psicología como el nivel de conocimientos que un alumno demuestra en alguna materia o área, de acuerdo a su edad y grado educativo. Actualmente, este parámetro no sólo sirve para medir el aprendizaje de cada sujeto, sino de su salón, la calidad del personal docente y de la unidad educativa a la que pertenece.

En 1985, cuando empecé mi vida escolar, la responsabilidad del avance en cuestiones académicas caía casi por completo en los alumnos y sus familias. Aún no existían (o eran incipientes) normas estatales e internacionales para regular las acciones de los docentes en cuanto a la aplicación de sus capacidades y su relacionamiento con el alumnado.  

Tampoco teníamos la Convención de los Derechos de la Niñez y de la Adolescencia (nació en 1989), pero pedagogos muy importantes como María Montessori (Italia, 1870 - 1952) o Paulo Freire (Brasil, 1921 - 1997) ya habían escrito acerca de modelos educativos integradores y diversos, donde la gran ausente debía ser, siempre, la violencia.

Fui una alumna de alto rendimiento y viví casi toda mi época escolar perfectamente alineada a las reglas y las expectativas de los adultos encargados de mi cuidado y formación. Esto me mantuvo a salvo de castigos y amenazas. Además, y para ser sincera, tuve maestras y maestros amorosos, justos y nobles.

Sin embargo, también viví la violencia como testigo directo: oí gritos, insultos y decretos de fracaso, presencié golpes y tirones de cabello, formé parte del público que acrecentaba la humillación infringida frente al pizarrón. 

Y mantuve la boca cerrada, porque así me lo enseñaron.

Ahora que lo pienso, como adulta y madre, veo que, en verdad, no tenía opciones, porque aquello aún estaba muy normalizado. Incluso, algunos padres y madres lo consentían, viendo en ello un método disciplinario necesario.

Nadie iba a ayudarnos, pensábamos.

Es posible, entonces, que aquel papelito con las respuestas de los exámenes, los repasos de matemáticas y las calificaciones compartidas en trabajos grupales, hayan sido contundentes actos de protesta, desafíos a la estructura, manifestaciones de libertad.

¿Deshonestidad? A veces sí, pero legítima. A una niña no le vale la excusa de "si copia, en el futuro le irá peor". Lo que desea de corazón es evitar que una compañera (quien, además, se ha esforzado mucho) sea humillada en el salón y molida a correazos en su casa. 

Cuando somos niños, reconocemos muy bien lo más importante.

Los tiempos cambian, menos mal.

Ningún niño debería ser humillado ni agredido.

Ningún niño debería verse obligado a callar mientras observa cómo alguien "con poder" daña a sus compañeros.

Ningún niño debería aprender a obedecer presenciando el maltrato hacia sus pares.

Sin duda, éramos inocentes. 

Sin duda, somos sobrevivientes.

Afortunadamente, durante la secundaria apareció un grupo de profesoras y profesores que identificaron nuestras dinámicas solidarias clandestinas y, lejos de censurarlas, supieron ayudarnos a fortalecer vínculos de camaradería y amistad.

Llegaron a tiempo. 

Gracias, donde quiera que estén.

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