Bolsas
Estaba yo haciendo cosas serias en la mini laptop que un alma convenientemente estratega me ha dejado, tramando los argumentos necesarios para (aquí seguiría información confidencial del curro, así que no), en tanto pensaba que la negra bonita me iba a cerrar el locutorio, entonces tendría que esperar hasta mañana para enviar el archivo, bajo riesgo de llamadas matutinas (porque hasta las diez a-eme, nada), pero hoy no he sido capaz de llevar el recuento de horas y me distraje un rato hablando por teléfono (a veces pasa), ¿y desde cuándo hago cuentas milimétricas de mis minutos laboralmente productivos, digo yo?
Así, en tanto tomaba conciencia de mis niveles de ansiedad y habiendo comprobado que la argumentación (en el archivo de la mini laptop) quedó convincente y bien redactada, me di el lujo de notar que he invitado a la (otra) peruana a comer mañana (si la noche del viernes se lo permite) y no tengo más que atún, galletas dulces y una bolsa de papas fritas a medio consumir.
Entonces, un amago de preocupación-desesperación y ganas de esmerarme en preparar algo rico, sólo por presumir, y considerar la posibilidad de ir de compras muy temprano (después de enviar el archivo de trabajo, claro), de paso aprovechar y abastecerme para la semana, etcétera.
Y fue el preciso momento en que recordé (ya que estamos puestas a divagar) la primera vez que tuve la gran idea de ir al supermercado cuando me mudé a Sestao. Salí una mañana con la camiseta remangada, bien macha, yo, dispuesta a comprar los cinco litros de leche y demás insumos quincenales que me harían vivir tranquila y feliz, como una lombriz comiendo regaliz (¡puaj!).
Ya carrito en mano, o delante, para ser exactas, no tuve el menor reparo en coger toda mariconadita que, según yo, necesitaría para preparar comidas variadas en una casa que me ofrecía una cocina equipada a mi total disposición, durante un mes. Así, sobreemocionada, llené el jodido carrito de la compra hasta el tope, porque tengo la cabeza programada para medir el límite de gasto que puedo hacer, llevando marcas blancas, productos base y tal, pero siempre, siempre me falla el peso mínimamente aceptable que un ser humano de 160 centímetros, 54 kilos y sin ninguna afición a los deportes, puede cargar por ahí.
Debí prestar atención cuando la señora de atrás de la cola me preguntó si iba a pedir que me llevaran todo eso a casa. No, le contesté, fresquísima y sin acabar de reparar en las señales de alarma encendidas a mi alrededor. Lo mismo la cajera, y yo ¡Me he traído una mochila, llevaré todo allí! Y claro, mochila apropiada habría sido la verde que me llevé a Choquequirao, con ropa y comida para media vida, pero la joroba negra, aunque bastante grande respecto a quien suele llevarla a cuestas (…), no era en ese momento el artículo más apropiado, no, señor.
Ilusa y terca, me conseguí un rincón donde no agobiaría a nadie con mi proceso de empaquetamiento milagroso, y empecé a ordenar los productos, tetrabricks debajo, latas y frascos de vidrio encima, y según yo sólo me quedarían las verduras para llevar en la mano (hasta entonces no había notado que la malla con cinco kilos de papas no iría caminando solita, claro… ni los cinco litros de leche, ni los 4 kilos de fruta, ni los 2 kilos de arroz, ni las 3 bolsas de pasta, ni…)
Así me encontré, en la puerta del supermercado, con una mochila llena hasta reventar y cinco bolsas en cada mano, una por dedo. No podría decir qué diablos llevaba en ellas, pero sí que empezaron a tirarme de los brazos al segundo paso, estirándose de esa manera tan pendeja y dolorosa con que sólo saben estirarse las bolsas de la compra.
Me pesaba avanzar, sudaba entre frío y caliente y sentía hasta punzadas en el estómago. Empezaron a dolerme los hombros, no sabía cómo llevar los brazos, si dejarlos caer (y entonces, las bolsas en mis dedos) o levantarlos como quien hace pesas, alivio momentáneo. A esto sumémosle que era un sábado al mediodía, todo el pueblo por la calle mirando raro, ¿qué pasa, carajo? ¿Nunca han visto un ekeko? ¡Sabrán estos lo que es un ekeko!
Así, en tanto tomaba conciencia de mis niveles de ansiedad y habiendo comprobado que la argumentación (en el archivo de la mini laptop) quedó convincente y bien redactada, me di el lujo de notar que he invitado a la (otra) peruana a comer mañana (si la noche del viernes se lo permite) y no tengo más que atún, galletas dulces y una bolsa de papas fritas a medio consumir.
Entonces, un amago de preocupación-desesperación y ganas de esmerarme en preparar algo rico, sólo por presumir, y considerar la posibilidad de ir de compras muy temprano (después de enviar el archivo de trabajo, claro), de paso aprovechar y abastecerme para la semana, etcétera.
Y fue el preciso momento en que recordé (ya que estamos puestas a divagar) la primera vez que tuve la gran idea de ir al supermercado cuando me mudé a Sestao. Salí una mañana con la camiseta remangada, bien macha, yo, dispuesta a comprar los cinco litros de leche y demás insumos quincenales que me harían vivir tranquila y feliz, como una lombriz comiendo regaliz (¡puaj!).
Ya carrito en mano, o delante, para ser exactas, no tuve el menor reparo en coger toda mariconadita que, según yo, necesitaría para preparar comidas variadas en una casa que me ofrecía una cocina equipada a mi total disposición, durante un mes. Así, sobreemocionada, llené el jodido carrito de la compra hasta el tope, porque tengo la cabeza programada para medir el límite de gasto que puedo hacer, llevando marcas blancas, productos base y tal, pero siempre, siempre me falla el peso mínimamente aceptable que un ser humano de 160 centímetros, 54 kilos y sin ninguna afición a los deportes, puede cargar por ahí.
Debí prestar atención cuando la señora de atrás de la cola me preguntó si iba a pedir que me llevaran todo eso a casa. No, le contesté, fresquísima y sin acabar de reparar en las señales de alarma encendidas a mi alrededor. Lo mismo la cajera, y yo ¡Me he traído una mochila, llevaré todo allí! Y claro, mochila apropiada habría sido la verde que me llevé a Choquequirao, con ropa y comida para media vida, pero la joroba negra, aunque bastante grande respecto a quien suele llevarla a cuestas (…), no era en ese momento el artículo más apropiado, no, señor.
Ilusa y terca, me conseguí un rincón donde no agobiaría a nadie con mi proceso de empaquetamiento milagroso, y empecé a ordenar los productos, tetrabricks debajo, latas y frascos de vidrio encima, y según yo sólo me quedarían las verduras para llevar en la mano (hasta entonces no había notado que la malla con cinco kilos de papas no iría caminando solita, claro… ni los cinco litros de leche, ni los 4 kilos de fruta, ni los 2 kilos de arroz, ni las 3 bolsas de pasta, ni…)
Así me encontré, en la puerta del supermercado, con una mochila llena hasta reventar y cinco bolsas en cada mano, una por dedo. No podría decir qué diablos llevaba en ellas, pero sí que empezaron a tirarme de los brazos al segundo paso, estirándose de esa manera tan pendeja y dolorosa con que sólo saben estirarse las bolsas de la compra.
Me pesaba avanzar, sudaba entre frío y caliente y sentía hasta punzadas en el estómago. Empezaron a dolerme los hombros, no sabía cómo llevar los brazos, si dejarlos caer (y entonces, las bolsas en mis dedos) o levantarlos como quien hace pesas, alivio momentáneo. A esto sumémosle que era un sábado al mediodía, todo el pueblo por la calle mirando raro, ¿qué pasa, carajo? ¿Nunca han visto un ekeko? ¡Sabrán estos lo que es un ekeko!
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Tardé un buen rato en encontrar el modo más equilibrado de caminar, con todo ese peso a cuestas. Por supuesto, iba despacito y ya cerca de casa, se me dio por parar cada cinco portales, colocar las bolsas en el escaloncito de la entrada y descansar. Un par de viejecitas que pasaban por ahí observaron amablemente ¡pues sí que vas cargada! Sí, eso mismo, fíjese que no me había enterado, pensé, claro, sólo faltaba que me pusiese respondona y malcriada en circunstancias tan desfavorables, pero el nieto buena gente de la viejecita comprensiva nunca llegó, mejor dicho, si esperabas que de tu paciencia con las buenas señoras surgiera una espalda dispuesta a aligerarte la carga, estamos mal, hermana, ¡Manan canchu!
El esperado encuentro con la puerta de casa me sirvió para notar que aún debía llegar al segundo piso, sin ascensor. Pero bueno, ya podría dejar cosas debajo, subir poco a poco y tal. Final de la historia: toda la tarde con dolor de espalda. Es que ya no estamos para estos trotes, niña, ¡que tenemos casi treinta años, que siempre habrá algún/a cabrón/a dispuesto/a a recordárnoslo, para discutir nuestro nivel de madurez y cosas por el estilo, por Dios!
Por este motivo, y luego de recordar en un minuto lo que he escrito en cuarenta, decidí que mañana no repetiría, que iría preparada, que llevaría un mejor medio de transporte. Hice un recuento rápido de mis posibilidades: mochila negra, descartada. Mochila verde, descartada también, por aparatosa. Entonces, maleta. Así es, la maleta con ruedas, la que he estado usando estos días para llevar y traer cosas de la oficina (estoy en cierre y entrega de puesto, puf), la que hizo creer ayer a un colega que estoy durmiendo bajo el puente del Arenal, esa misma maleta. Menos bolsas, menos contaminación. Campaña ecológica contra las bolsas de plástico, todos (y todas) a usar maletas. Sí, mañana por la mañana despertaré temprano, iré al locutorio, enviaré el archivo de los cojones, luego pasaré por el supermercado con mi maleta y…
Mi abuela: ¡Muchacha loca!
Mi mamá: Ay, mi hijita…
La Chío: ¡Ve, esta enferma!
La Blanca: No te conozco.
La Carla: ¡Qué linda, mi gato! Ella es un gato viajero, lleva su maleta.
Myriam: (no puede hablar, se está partiendo de risa)
Tardé un buen rato en encontrar el modo más equilibrado de caminar, con todo ese peso a cuestas. Por supuesto, iba despacito y ya cerca de casa, se me dio por parar cada cinco portales, colocar las bolsas en el escaloncito de la entrada y descansar. Un par de viejecitas que pasaban por ahí observaron amablemente ¡pues sí que vas cargada! Sí, eso mismo, fíjese que no me había enterado, pensé, claro, sólo faltaba que me pusiese respondona y malcriada en circunstancias tan desfavorables, pero el nieto buena gente de la viejecita comprensiva nunca llegó, mejor dicho, si esperabas que de tu paciencia con las buenas señoras surgiera una espalda dispuesta a aligerarte la carga, estamos mal, hermana, ¡Manan canchu!
El esperado encuentro con la puerta de casa me sirvió para notar que aún debía llegar al segundo piso, sin ascensor. Pero bueno, ya podría dejar cosas debajo, subir poco a poco y tal. Final de la historia: toda la tarde con dolor de espalda. Es que ya no estamos para estos trotes, niña, ¡que tenemos casi treinta años, que siempre habrá algún/a cabrón/a dispuesto/a a recordárnoslo, para discutir nuestro nivel de madurez y cosas por el estilo, por Dios!
Por este motivo, y luego de recordar en un minuto lo que he escrito en cuarenta, decidí que mañana no repetiría, que iría preparada, que llevaría un mejor medio de transporte. Hice un recuento rápido de mis posibilidades: mochila negra, descartada. Mochila verde, descartada también, por aparatosa. Entonces, maleta. Así es, la maleta con ruedas, la que he estado usando estos días para llevar y traer cosas de la oficina (estoy en cierre y entrega de puesto, puf), la que hizo creer ayer a un colega que estoy durmiendo bajo el puente del Arenal, esa misma maleta. Menos bolsas, menos contaminación. Campaña ecológica contra las bolsas de plástico, todos (y todas) a usar maletas. Sí, mañana por la mañana despertaré temprano, iré al locutorio, enviaré el archivo de los cojones, luego pasaré por el supermercado con mi maleta y…
Mi abuela: ¡Muchacha loca!
Mi mamá: Ay, mi hijita…
La Chío: ¡Ve, esta enferma!
La Blanca: No te conozco.
La Carla: ¡Qué linda, mi gato! Ella es un gato viajero, lleva su maleta.
Myriam: (no puede hablar, se está partiendo de risa)
La Eli: (tampoco puede hablar...)
Zigor: (no puede hablar, pero del espanto... pobre vasco)
Ernesto: ¡Esta Angie! Ayyyyy…
La Pía: ¡Pero qué buena idea! Yo hice algo parecido la vez que…
Silvia: ¡Qué jjjjjjjarta eres!
Adrián: ¡Qué bicho!
Mario: ¡Mírala a ella, qué apaña’íta!
Erika, la mexicana: Venga, yo te ayudo (roja hasta las orejas, claro)
Erika, la abogada: ¿Y no es mejor que pidas el servicio de entrega a domicilio? Digo yo.
A ver qué pasa.
Zigor: (no puede hablar, pero del espanto... pobre vasco)
Ernesto: ¡Esta Angie! Ayyyyy…
La Pía: ¡Pero qué buena idea! Yo hice algo parecido la vez que…
Silvia: ¡Qué jjjjjjjarta eres!
Adrián: ¡Qué bicho!
Mario: ¡Mírala a ella, qué apaña’íta!
Erika, la mexicana: Venga, yo te ayudo (roja hasta las orejas, claro)
Erika, la abogada: ¿Y no es mejor que pidas el servicio de entrega a domicilio? Digo yo.
A ver qué pasa.
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Por cierto, he descubierto un supermercado de la misma cadena mucho más cerca de casa.
Comentarios
El bigbang o hacerlo todo de golpe no funciona en estos casos salvo que se tenga troncomovil o efectivamente se hagan periodicamente esas compras de mas de 40/60/80 euros (depende de la cadena) que permiten el envio a domicilio, opcion que solo use una vez con mis antiguos compañeros de piso, pero nunca mas lo intente.
Es que sabes.... teniendolo todo de golpe te lo comes mas rapido.
Creo que se impone una Tutor ;)
Denis
Lamento no haber podido enviarte el laaargo mensaje que tengo para ti, pero te aseguro que será dentro de pronto.
Por el momento te diré que hay bastantes cosas por contar.
Espero que te cuides mucho y, sobretodo, que reces por mí.
Un beso
Denis