Catarro


No se trata de una decisión, más bien del modo apropiado de hacer las cosas mal, o bien, pero hacerlas sin desperdiciar recursos, hacerlas sin sentir que nos dejamos el pellejo en ello, pero con suficiente valor y trabajo para merecernos la cerveza al final de la jornada.

Y anhelo tanto estar en Cusco ahora. Cusco con S, como me lo enseñaron en las clases de quechua. Cusco a secas y bien. Cusquito de fines de semana sin búsqueda de príncipes rosas, ni gringos coqueros venidos a menos, pero guapos a fin de cuentas.

Cusco, de la Monki, de Fausto Felino Andino Papetti, de días sin dinero pero no recuerdo cómo carajos sobreviví y debería recordarlo, pues no estuve drogada todo el tiempo, salvo la droga propia de estar lejos, asumiendo un viaje personal, necesario, previo al gol final, a qué mierda hago en Bilbao y cómo diablos llegué hasta aquí.

Lejos… ¿De qué? Especifica, niña. Lejos del Casco Viejo y aún devorando un libro, pese a la fiebre y el exceso de Ibuprofeno. Lejos de la gente que te quiere. Sí, podría ser un referente válido, probado en la necesidad de madrugar cada noche, para intercambiar el día con los tuyos, con los que aún pueden ver el sol a la misma hora en que tú te despides para ir a dormir, porque mañana hay que levantarse temprano, conservando un hábito sano, mientras consigues trabajo.

Lejos del dentista que te habría cobrado sólo seis euros por liberarte de esa maldición que te tiene ahora ahogada entre esputos de sangre y ganas de morir de hambre, porque tragar duele mucho más. Seis euros no, querida, veinticuatro soles.

Pero nunca lejos de tu ombligo, Lucía. Nunca lejos de tu centro. Ahí está, lo llevas contigo. ¿De qué te sirve? ¡Yo qué sé! Pero es mejor tenerlo a no, ¿verdad? ¿Qué no? Eso dices ahora porque te sientes triste, pero ya sonreirás de esto y de todo. Ya sonreirás.

Tal vez sea el Ibuprofeno (es lo más seguro a estas alturas), pero qué sensación de vacío tan densa, pequeña. Qué manera de entrar el aire fresco de la Ría, por debajo de tu chaqueta granate y tu bufanda de hilo. Qué modo tan concreto de sentir la soledad en abstracto, la unicidad que eres tú sola, tan sola que ya puede venir un ventarrón y llevarte de paseo por las estrellas, sin un paraguas, con ilusiones, sobre las nubes, a espiar humanos sin nombre, que no quieres espiar, pero es mejor mirarlos desde arriba, comiendo algodón dulce, a seguir más tiempo entre ellos, sin acercarte siquiera para sentir su calor (o que sientan el tuyo, ¡cuánto desperdicio, guapa!).

Pero es mejor correr un poco y descender a los túneles del infierno, entrar por el costado del enorme gusano y confiar en que te llevará a casa, sin digerirte. Confiar mientras lees sobre Lucía y tienes miedo de lo que pasará a Lucía, porque es como tú, mil veces Lucía, mil veces sola, mil veces loca, pensando “un emparedado de pavo y queso”, “ojalá María tenga aceite normal, hoy la oliva me sabe a rayos”, “menos mal compré pan esta mañana”, “¡puta muela del juicio!”.

Tus manos huelen raro, pero no son tus manos, sino el olor que tu nariz ha decidido sentir esta semana. Tu aliento huele a Ibuprofeno y eso que redujiste la dosis, no confiaste en un médico sufrido de seguridad social, que da igual, de todos modos tendrás que ir al dentista, de todos modos en Perú te habrían atendido de inmediato, sacando un ticket, no importa si existes o no en los padrones oficiales de la municipalidad.

¿Entonces, Lucía, vendrás con nosotros al bar? Es mejor que seguir encerrada en casa, pero mejor sólo agua, el humo del cigarro sabe a chocolate, U2 debería dejar de ganar dinero con su domingo sangriento, tú no quieres conversar, ni analizar, ni pensar en salvar al mundo anulando el curso de religión de las escuelas (te importa un rábano el curso de religión, pero crees firmemente en Dios, como en ti misma, niña, y eso nunca te lo voy a discutir).

¿Aburrido? Tal vez. Al fin sola, en medio del grupo de amigos no amigos que te rodean y demandan sonrisas que no puedes fingir, porque te duele la boca y te duele la garganta (garganta profunda, venida a menos). Y no tienes líbido, y puedes dejar que te toque el pecho y la cintura, que lama tu cuello o te susurre amor hedonista por el Messenger, de todos modos te quedarás dormida a su lado, pese a sus ganas y su olor (no sientes olores reales estos días, el catarro te ha dejado ciega).

Has empeñado tu sonrisa por un abrazo, Lucía, por un abrazo sexual, que disfrazas de ilusión momentánea y fuerza sobrehumana. Has empeñado tus deseos y tus expectativas por un placebo contra la soledad. Sabes que es falso. Sabes que es pasajero. Sabes que te hará llorar. Pero ¿quién te convence a ti, niña tonta, obstinada, de saber esperar entre nubes, de que no necesitas, de que no es justo, si yo misma disfruto de esta dulce nada, tanto como tú?

Ya es hora, el gusano te expulsa. Ve a casa y espera que María tenga aceite de girasol, que la navaja llegue con suficiente filo, que el baño esté desocupado, que no haya llamadas en el celular, porque no las habrá.

Y María sólo tenía aceite de oliva. Qué demonios. Decides que la oliva no te resulta tan asquerosa el día de hoy, que es normal, que ni siquiera sentirás el sabor. Fríes el embutido, cosa que hace mucho no haces, preparas un emparedado de queso y carne de pavo con ese pan de la mañana, porque te provocó comprarlo, porque te fastidia seguir comiendo de molde, aunque es barato y dura más.

Un poco de leche con café, pero poquito café, acá se concentra demasiado, como el jodido Ibuprofeno y otros analgésicos clínicamente recomendados, que te están dejando ciega y destrozando los nervios (y pensar que la cocaína parecía mala), y venga, a cenar. A cenar. A intentar cenar. El emparedado es demasiado grueso. Demasiado. Duele la encía. Duele… No puedes abrir suficientemente la boca…

¡Dios!

Moja el pan en leche, pues, como los pajaritos. Sí, ríete, Lucía, ríete. Lo mereces aunque duela. Lo mereces porque si te ríes de ti misma, créeme, pronto estarás bien.

Comentarios

goloviarte dijo…
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