Sobre héroes y curas
Historia de cómo se desvirtuó mi Primera Comunión y una necesaria venganza personal.
Muchas personas han de sentirse felices antes la sola idea de salir al campo, a dar un paseo familiar. A mí la idea me gustaba cuando era muy pequeña, pues papá, mamá y yo, montados en moto, llegábamos a cualquier lugar y el bendito vehículo jamás sufría desperfecto alguno.
Sin embargo, cuando crecí y ya no había más espacio en el asiento del copiloto, papá empezó a sacarnos en auto. A veces era el carro viejo del abuelo, posterior manzana de la discordia color turquesa; otras, alguno que alquilaba a sus amigos. Luego de varios paseos inolvidables, llegué a la sabia conclusión de que salir con papá, al menos en sus últimos años, que anduvo de rabia fácil y contenida ansiedad, era sinónimo de mala suerte.
Y tal, pues el carro siempre se enarenaba en la playa, o se cerraba con la llave adentro, o se le bajaba la batería, o se quemaba alguna cosa del motor, o se bajaba una llanta, o se ahogaba, o se recalentaba, o se jodía de cualquier otra manera, jodiendo con ello el buen humor inicial de mi padre y las ganas de seguir compartiendo este tipo de viajes frustrados con la familia.
Podría asegurar que se trató de una racha de mala suerte, resultado tal vez de la crisis económica, que hicieron perder a mi padre todos sus negocios de fotografía, allá por 1991, y la poca visión de futuro que tuvieron mis progenitores, por no hacerse de una pequeña fortuna familiar en vez de desperdiciar la plata en largos tratamientos de fertilidad, para poder darme hermanitos, más otras cosas de poca trascendencia, según los severos dictámenes de nuestros familiares más inteligentes y siempre mejor ubicados en el sistema.
Pero ellos siguieron viviendo su vida, con todo e hipotecas, otra historia, una de las olas más grandes que golpeó, tumbó, escribió largos capítulos de la vida familiar y nos hizo a todos como somos: ni buenos, ni malos, sólo así, y ya.
Por mí, esos dos siempre fueron capaces de todo, hasta de lo que les resultase menos agradable. En aquella época a los niños de muchas familias sullanenses nos tocaba hacer la Primera Comunión, entonces, luego de medio pelear con la monja del colegio para no tener que hacer la Catequesis allí, asesorada por chicas de tercero de secundaria, más perdidas que huevo frito en ceviche, nada más porque era su preparación para la Confirmación y así matar dos pájaros de un tiro, acabé en las reuniones de la Parroquia, cada domingo a las 10 después de la misa.
También se puso de moda hacer que los padres y la familia en pleno del/la nuevo/a receptor de hostias vayan todos juntos de la mano, como hermanos, a recibir al Señor. Pequeño problema para papá y mamá: no estaban casados por la iglesia, sólo civil, por tanto, habían vivido en pecado mortal más de 10 años de sus vidas, por tanto, no merecían el Cuerpo de Cristo, por tanto, debían arrepentirse de su concupiscencia, avergonzarse de sí mismos y proceder a arreglar el desorden, confesándose, casándose religioso y comulgando, como Dios manda y como debe ser, aunque la crisis los haya obligado después a vender los anillos. ¿Yo? Feliz de poder ir a la iglesia con mis padres juntos, como todos los demás niños.
En la Catequesis no me fue mal, conocí gente interesante, aunque no recuerdo ya quiénes. Pero este buen sabor que se me viene a la mente ha de ser porque, en su momento, hicieron bien lo suyo, respecto a lo que se refiere a irrumpir en mi vida de una u otra manera… Además, que por algún extraño motivo me tocó el grupo de los que se habían quedado “atrás” en esta loca carrera sacramental, y debí compartir interpretaciones bíblicas con “niños” de entre 13 y 16 años. Yo creo que tenía 10.
De todos modos, y ante el grupo grande, no pude dejar de sufrir complejos, es que no sé por qué siempre tuve que ser una niña tan desvergonzadamente enorme, junto a las flaquitas lindas que siempre hay en todas partes, y que eran escogidas para ser ángeles Gabrieles o vírgenes Marías en las actuaciones de Navidad, Pascua y tal. ¿Yo? De pastorcita o un extra de esos, aunque siempre me tocaba recitar la poesía de rigor.
Bueno, y entre cosa y cosa, llegó el soñado día de la Primera Comunión. Recuerdo una de las recomendaciones más bizarras de las catequistas a nuestras madres, a raíz de la leyenda negra de una niña a quien, debido a la emoción del momento, justo en pleno vestido blanco le vino la regla. Que sus hijas lleven puesta una toalla higiénica, por si acaso. Ay.
Bueno, sucedió lo de siempre: niñitas y niñitos que entran a la iglesia irradiando santidad, con las manitos juntas y las caritas inmaculadas, mientras un coro nunca bien afinado canta: “Vienen con alegría, Señor, cantando vienen con alegría, Señor…”
La ceremonia ese día fue especialmente larga… Papá, como ha tomado fotos desde que descubrió ser bueno para eso, no pudo resistir la prohibición del cura-párroco, y se mandó a sacarme algunas a mí y otros tantos. Imagino que tal atrevimiento significó para el reputado oficiante una ofensa extrema contra el Sagrado Corazón de Jesús, por ello, luego de dar la comunión a todos los niños, y a los padres, decidió que ese último de la fila no merecía el Sacrosanto Pan, y, sin más, cuando mi padre llegó a recibir la hostia, el Padrecito le dio la espalda, sin mayor explicación…
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Gracias a Dios me perdí el momento, o me habría puesto de pie y, luego de un auto condenatorio escupitajo, salido de todo ese teatro por la puerta principal, tal vez con Sound of silence de banda sonora (Hello darkness, my old friend…), dejando escandalizada a toda la sociedad sullanense y mandando al infierno todo lo que en aquél momento me significaba lo más sagrado. No, no lo vi, me distraje, pero es como si lo hubiera visto, y me duele, aún me duele.
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Papá se encerró en la habitación marital, lo más que podía encerrarse uno en una casa sin puertas, sólo cortinas. El resto de la familia pretendió que “todo normal”, pues ya había una enorme torta esperando por celebrantes alegres a su alrededor, y muchos invitados, casi ninguno buen amigo mío, a quienes debíamos acoger con suma educación y atención. Pese a que todos comentaban lo mal que se había portado el cura, nadie hizo lo que debió hacer: reclamarle con altura y palabras completas bien dichas y cortar todo tipo de celebración.
A mí por mucho tiempo me hicieron sentir que todo aquel mal rato era, ni más ni menos, otro de los arranques de esos que suele tener tu padre. Entonces, me quedó claro que todo era su culpa, y ya. Y yo no podía portarme mal, ni llorar, pues la felicidad de haber recibido ese día a Jesús superaba cualquier tonto sufrimiento, incluso si el que sufría era papá, debíamos celebrarlo ante todos, como si nada hubiera pasado.
Yo tenía 11 años y mi idea del sufrimiento ajeno se limitaba a imágenes de niños hambrientos, a quienes habría ayudado encantada en todo lo que hubiese podido. Pero no existía aún para mí el dolor que pueden ocasionar las palabras sin insulto, o un acto que no sea golpear. No entendía por qué papá se lo estaba pasando tan mal, pero sí sabía, sí sabía, sí sabía…
Lloré mucho. Quería mandar todo al diablo, quitarme ese tonto vestido blanco que no me gustaba, pero que me lo hicieron porque una prima mayor que viven en Piura y es niña “bien” llevó uno igualito el año pasado, sólo que a ella le lucía mejor porque es flaca; desbaratarme el peinado de “angelito”, los zapatos de correa que me estaban sacando ampollas, las pantimedias, la cadenita con el Espíritu Santo y, de ser posible, vomitar. Sí, vomitar la hostia, porque me la había dado ese cerdo, y ese cerdo ofendió a mi padre públicamente, injustamente, con todo lo que él hizo por estar allí y merecer el Cuerpo de Cristo y tanta cosa… ese cerdo horrible no podía representar a Jesús, no podía representar a nadie santo, a nadie. Y no quería haber recibido de él mi Primera Comunión. No. No. Una negación más para mi vida. No.
Papá, al verme llorar, dejó el encierro y me dijo que todo estaba bien, que no debía preocuparme. Que disfrutara, que Jesús estaba dentro de mí ahora, que me sienta feliz por ello, y que siempre lo lleve en mi corazón. Pero lo cierto es que papá nunca tuvo tiempo para enseñarme a perdonar al cura, y humano al fin, le comprendo.
Reverendo Padre Rafael Vértiz Cabrejos, me vomito en su sacrosanta cabeza, y me da igual si luego de morir le santifican. Me da absolutamente igual.
Muchas personas han de sentirse felices antes la sola idea de salir al campo, a dar un paseo familiar. A mí la idea me gustaba cuando era muy pequeña, pues papá, mamá y yo, montados en moto, llegábamos a cualquier lugar y el bendito vehículo jamás sufría desperfecto alguno.
Sin embargo, cuando crecí y ya no había más espacio en el asiento del copiloto, papá empezó a sacarnos en auto. A veces era el carro viejo del abuelo, posterior manzana de la discordia color turquesa; otras, alguno que alquilaba a sus amigos. Luego de varios paseos inolvidables, llegué a la sabia conclusión de que salir con papá, al menos en sus últimos años, que anduvo de rabia fácil y contenida ansiedad, era sinónimo de mala suerte.
Y tal, pues el carro siempre se enarenaba en la playa, o se cerraba con la llave adentro, o se le bajaba la batería, o se quemaba alguna cosa del motor, o se bajaba una llanta, o se ahogaba, o se recalentaba, o se jodía de cualquier otra manera, jodiendo con ello el buen humor inicial de mi padre y las ganas de seguir compartiendo este tipo de viajes frustrados con la familia.
Podría asegurar que se trató de una racha de mala suerte, resultado tal vez de la crisis económica, que hicieron perder a mi padre todos sus negocios de fotografía, allá por 1991, y la poca visión de futuro que tuvieron mis progenitores, por no hacerse de una pequeña fortuna familiar en vez de desperdiciar la plata en largos tratamientos de fertilidad, para poder darme hermanitos, más otras cosas de poca trascendencia, según los severos dictámenes de nuestros familiares más inteligentes y siempre mejor ubicados en el sistema.
Pero ellos siguieron viviendo su vida, con todo e hipotecas, otra historia, una de las olas más grandes que golpeó, tumbó, escribió largos capítulos de la vida familiar y nos hizo a todos como somos: ni buenos, ni malos, sólo así, y ya.
Por mí, esos dos siempre fueron capaces de todo, hasta de lo que les resultase menos agradable. En aquella época a los niños de muchas familias sullanenses nos tocaba hacer la Primera Comunión, entonces, luego de medio pelear con la monja del colegio para no tener que hacer la Catequesis allí, asesorada por chicas de tercero de secundaria, más perdidas que huevo frito en ceviche, nada más porque era su preparación para la Confirmación y así matar dos pájaros de un tiro, acabé en las reuniones de la Parroquia, cada domingo a las 10 después de la misa.
También se puso de moda hacer que los padres y la familia en pleno del/la nuevo/a receptor de hostias vayan todos juntos de la mano, como hermanos, a recibir al Señor. Pequeño problema para papá y mamá: no estaban casados por la iglesia, sólo civil, por tanto, habían vivido en pecado mortal más de 10 años de sus vidas, por tanto, no merecían el Cuerpo de Cristo, por tanto, debían arrepentirse de su concupiscencia, avergonzarse de sí mismos y proceder a arreglar el desorden, confesándose, casándose religioso y comulgando, como Dios manda y como debe ser, aunque la crisis los haya obligado después a vender los anillos. ¿Yo? Feliz de poder ir a la iglesia con mis padres juntos, como todos los demás niños.
En la Catequesis no me fue mal, conocí gente interesante, aunque no recuerdo ya quiénes. Pero este buen sabor que se me viene a la mente ha de ser porque, en su momento, hicieron bien lo suyo, respecto a lo que se refiere a irrumpir en mi vida de una u otra manera… Además, que por algún extraño motivo me tocó el grupo de los que se habían quedado “atrás” en esta loca carrera sacramental, y debí compartir interpretaciones bíblicas con “niños” de entre 13 y 16 años. Yo creo que tenía 10.
De todos modos, y ante el grupo grande, no pude dejar de sufrir complejos, es que no sé por qué siempre tuve que ser una niña tan desvergonzadamente enorme, junto a las flaquitas lindas que siempre hay en todas partes, y que eran escogidas para ser ángeles Gabrieles o vírgenes Marías en las actuaciones de Navidad, Pascua y tal. ¿Yo? De pastorcita o un extra de esos, aunque siempre me tocaba recitar la poesía de rigor.
Bueno, y entre cosa y cosa, llegó el soñado día de la Primera Comunión. Recuerdo una de las recomendaciones más bizarras de las catequistas a nuestras madres, a raíz de la leyenda negra de una niña a quien, debido a la emoción del momento, justo en pleno vestido blanco le vino la regla. Que sus hijas lleven puesta una toalla higiénica, por si acaso. Ay.
Bueno, sucedió lo de siempre: niñitas y niñitos que entran a la iglesia irradiando santidad, con las manitos juntas y las caritas inmaculadas, mientras un coro nunca bien afinado canta: “Vienen con alegría, Señor, cantando vienen con alegría, Señor…”
La ceremonia ese día fue especialmente larga… Papá, como ha tomado fotos desde que descubrió ser bueno para eso, no pudo resistir la prohibición del cura-párroco, y se mandó a sacarme algunas a mí y otros tantos. Imagino que tal atrevimiento significó para el reputado oficiante una ofensa extrema contra el Sagrado Corazón de Jesús, por ello, luego de dar la comunión a todos los niños, y a los padres, decidió que ese último de la fila no merecía el Sacrosanto Pan, y, sin más, cuando mi padre llegó a recibir la hostia, el Padrecito le dio la espalda, sin mayor explicación…
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Gracias a Dios me perdí el momento, o me habría puesto de pie y, luego de un auto condenatorio escupitajo, salido de todo ese teatro por la puerta principal, tal vez con Sound of silence de banda sonora (Hello darkness, my old friend…), dejando escandalizada a toda la sociedad sullanense y mandando al infierno todo lo que en aquél momento me significaba lo más sagrado. No, no lo vi, me distraje, pero es como si lo hubiera visto, y me duele, aún me duele.
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Papá se encerró en la habitación marital, lo más que podía encerrarse uno en una casa sin puertas, sólo cortinas. El resto de la familia pretendió que “todo normal”, pues ya había una enorme torta esperando por celebrantes alegres a su alrededor, y muchos invitados, casi ninguno buen amigo mío, a quienes debíamos acoger con suma educación y atención. Pese a que todos comentaban lo mal que se había portado el cura, nadie hizo lo que debió hacer: reclamarle con altura y palabras completas bien dichas y cortar todo tipo de celebración.
A mí por mucho tiempo me hicieron sentir que todo aquel mal rato era, ni más ni menos, otro de los arranques de esos que suele tener tu padre. Entonces, me quedó claro que todo era su culpa, y ya. Y yo no podía portarme mal, ni llorar, pues la felicidad de haber recibido ese día a Jesús superaba cualquier tonto sufrimiento, incluso si el que sufría era papá, debíamos celebrarlo ante todos, como si nada hubiera pasado.
Yo tenía 11 años y mi idea del sufrimiento ajeno se limitaba a imágenes de niños hambrientos, a quienes habría ayudado encantada en todo lo que hubiese podido. Pero no existía aún para mí el dolor que pueden ocasionar las palabras sin insulto, o un acto que no sea golpear. No entendía por qué papá se lo estaba pasando tan mal, pero sí sabía, sí sabía, sí sabía…
Lloré mucho. Quería mandar todo al diablo, quitarme ese tonto vestido blanco que no me gustaba, pero que me lo hicieron porque una prima mayor que viven en Piura y es niña “bien” llevó uno igualito el año pasado, sólo que a ella le lucía mejor porque es flaca; desbaratarme el peinado de “angelito”, los zapatos de correa que me estaban sacando ampollas, las pantimedias, la cadenita con el Espíritu Santo y, de ser posible, vomitar. Sí, vomitar la hostia, porque me la había dado ese cerdo, y ese cerdo ofendió a mi padre públicamente, injustamente, con todo lo que él hizo por estar allí y merecer el Cuerpo de Cristo y tanta cosa… ese cerdo horrible no podía representar a Jesús, no podía representar a nadie santo, a nadie. Y no quería haber recibido de él mi Primera Comunión. No. No. Una negación más para mi vida. No.
Papá, al verme llorar, dejó el encierro y me dijo que todo estaba bien, que no debía preocuparme. Que disfrutara, que Jesús estaba dentro de mí ahora, que me sienta feliz por ello, y que siempre lo lleve en mi corazón. Pero lo cierto es que papá nunca tuvo tiempo para enseñarme a perdonar al cura, y humano al fin, le comprendo.
Reverendo Padre Rafael Vértiz Cabrejos, me vomito en su sacrosanta cabeza, y me da igual si luego de morir le santifican. Me da absolutamente igual.
Comentarios
Gracias por el comment.
Es por eso postulo que Dios, cualquiera que elijamos, debe ser un Dios personal , sin intermediarios y en tu caso, que has elegido la cristiandad, si te remontas a los orígenes, Jesucristo no construyó iglesias ni solicitó ofrendas, él solo dejó enseñanzas para que las siguieran...
Es un punto de vista particular.
Recien te descubro..creo que te leere mas seguido.. este es mi año de lector.
¿Qué cosas, no?
¡Gracias por los comments!
Me sorprende la confirmacion q dijisteis piensas hacer. Habeis notado q la inteligencia es inversamente proporcional a la fe?
Me parecen interesantes tus comentarios. Ojala pronto nos comuniquemos.Tengo tu correoo.
Ya os escribire
Zaratustra
Hum... creo q debo hacer lo mismo si me nombran de madrina, ¿no?... Tan jodido como decidir no hacerme ningún tatuaje, para poder donar sangre en una emergencia.
Saludos!!!