Y el tal "Alejandro" que no aparece...

Creo que he asustado al buen hombre que me trajo a casa. Me simpatiza, sí, pero más me simpatiza su madre, una amorosa señora mayor con olor a caramelo de anís y pastitas, cabello cobre y conversación amena.

Se equivocó al preguntarme aquello de “¿y tú, tienes pareja?”. Una pregunta inofensiva, sin más. Podría gustarle como no gustarle, hay una edad en que las mujeres podemos hacer un poco lo que queramos y si nos interesa caer bien o llamar la atención de un modo especial, puestas a ello o no, lo conseguimos. Debe ser un momento entre la experiencia acumulada a los veinte y muchos y la elegancia que merece una entrada triunfal a los treinta.

Una siempre arrastrará dolores y miedos de niñez y juventud. Sin embargo, algunas con mayor interés que otras, difícilmente podemos evitar ensayar dar la cara desde una postura más “seria”, más de, ¿cómo decirlo?, ¿adulta, tal vez? Qué sé yo. Es esa clase que veo en amigas como Myriam, Erika o Claudia, ese hacer con finura y fortaleza, quitándose de encima las pajas desagradables, aunque duelan, aunque estén enraizadas en la coronilla y el corazón.

El resultado de vivir en dos mundos diferentes es el endurecimiento y el enfriamiento sistemático (y sistémico) de todo eso que una suele llamar sentimientos. Al parecer, en todas partes a las mujeres nos convendría más contener la sensibilidad. En Perú, “porque el chico no puede notar que”, en España, “porque el chico no puede notar que”. Lo que completa las frases es hasta anecdótico. Siempre es mejor que el chico no note, o que estamos interesadas, o que le queremos, o que nos duele el daño que nos ha hecho, o que pasamos de él, o que aún nos entristece, o que ya hemos dejado de quererle, o que queremos a otro, o que somos vulnerables, o que nos pica. El caso es que el chico no debe notar.

Se cree en la Latitud Sur que aquí en Europa todas estamos bendecidas con el efluvio de la libertad, de la sexualidad espontánea y el desenfado. Sí, bueno, es que no conocen Bilbao. Es que no conocen cómo es por dentro. Así como los suecos son capaces de irse a vivir con una chica que acaban de conocer, después de dos buenos polvos, porque se sienten a gusto, el vasco promedio quiere que su aspirante a pareja demuestre las virtudes y fortalezas de una princesa de cuentos de hadas: virgen, en el mejor de los casos, o con un historial muy corto; con expareja conocida; sin afanes cosmopolitas; la vida resuelta y total disponibilidad para seguirle a todas partes, si surgiera la necesidad.

Vale, bien.

Por supuesto, suelen husmear entre gente de su raza o sociedades parecidas, en tanto las “latinas” seguimos relegadas a estado de putones fáciles de enrollar, sea por necesidad, sea porque así nos hizo Dios y estamos para complacerles, pues no puede ser de otra manera.

Les gustamos, no lo niego. Les gustamos en tanto no damos problemas. Les gustamos y nos quieren a su lado porque somos “amorosas”, “cariñosas”, no les ponemos la soga al cuello (por estúpidas y buena gente, luego las vascas les instalan un radar satelital en la nuca y anda ve cómo las “respetan” y lo derechitos que van por ahí). Les gustamos porque solemos no querer chocar con las costumbres locales y permitimos. Se van, luego vuelven, besos, abrazos, no quiero que te vayas, te he echado de menos, eres un cielito, eres encantadora, eres fenomenal, ¡Joder, tía, hace tiempo que no me echaba tan buenos polvos! (sí, tal cual), etcétera.

Los ghettos de latinoamericanos suelen ser una verruga horrible que no permite a esta sociedad, tan abierta, tal magnánima, demostrar cuán desarrollada y tolerante es. Los que pertenecemos a la clase “estudiante” solemos juzgar esas agrupaciones con mucha dureza, pues se trata de pobres impresentables ignorantes incapaces de amoldarse al país que les acoge y les da la oportunidad de trabajar, aprender, etcétera.

Sí, es que nosotras las esnobistas no podemos darnos el lujo de viajar por el mundo cubiertas con una coraza, sino abrir los brazos y permitir que todo lo nuevo venga, nos refresque, entre en nuestro organismo y nos permita disfrutar, conocer, deslumbrarnos, admirarnos, alucinar a saco y aprovechar debidamente esos efluvios de falsa libertad que, si nos descuidamos, acabará haciéndonos actuar sin pensar y sólo para complacer.

Cuando Lucía llegó a hacer el master no se permitió pedirse perdón, perdonarse, quitarse de encima varios lastres y culpas. Al contrario, dejó que la corriente la llevara y trajera, hasta arrastrarla a mar abierto y/o estrellarla contra las rocas. No hay término medio cuando no se sabe bien qué es lo que una quiere.

Una cree ser dueña de sus propias decisiones. Una cree que se enrolla con un chico o con otro porque se le da la gana, porque para eso está el libre albedrío. Una quiere demostrar al cosmos tantas cosas y lo único que hace, una y otra vez, es complacer repetidas veces a ese buen hombre que está encantado de todas esas ansias de libertad, trasgresión, etcétera, sobre todo porque se trata de sexo gratis, bueno y sin cond-ición.

Eso nos pasa por superficializar los manifiestos feministas…

Llevo casi dos años aquí y he visto llorar a una niña realmente encantadora, a quien quiero mucho. La he visto entrar en pánico y abrazarme, ahogarse en lágrimas al ver pasar por ahí a algún niño bueno de esos, luego de haberla despreciado como a caca de perro. He debido dormir a su lado, acariciándole la cabecita, pidiéndole paciencia y recordándole, una y otra vez, que en verdad todo eso, en algún momento, va a pasar.

También he observado, con tristeza, cómo su corazón se ha ido endureciendo. La he visto pasar de llorona incontenible a una especie de caricatura de ojos brillantes, voz temblorosa y puños apretados, dar un suspiro y admitir: “Aquí no ha pasado nada, tengo que trabajar”.

Supongo que todas nos cansamos de llorar.

No quiero averiguar si éste o aquél vasco habrían actuado de mejor manera con una vasca, o con una chica de su raza o entorno social. Sin embargo, ya no soy capaz de criticar a los ghettos. No son lo mejor del mundo, vale, pero al menos se cuidan unos a otros, mantienen costumbres que les ayudan a sobrevivir y conservar cierto nivel de salud emocional. Supongo que sus hijos, ya en escuelas locales, lograrán una adaptación gradual y sana. Será diferente en la próxima generación.

No debemos olvidar, después de todo, que muchas de esas familias vinieron aquí animadas por un panorama de mejores oportunidades laborales y salarios decentes. Vinieron a hacer dinero, no a intimar con los indígenas, ni a compartir sus costumbres, ni a aprender.

A quien haya arrugado la nariz ante esta afirmación, le pido encarecidamente que piense en un español cooperante o empresario, en Perú, viviendo en las mismas condiciones que un peruano promedio. Mejor dicho, si sabe de alguno que no viva cerca del parque Kennedy o en Barranco. Entonces dirán: “es que buscan la comodidad que tienen en sus países”. Vale, ¿y qué creen, entonces, que buscan los emigrantes bolivianos, ecuatorianos, peruanos o colombianos, en sus grupos infranqueables y bien atrincherados?

No apoyo la autoexclusión, sé que dificulta los trámites administrativos y todo eso. Pero la comprendo… Ay, no saben cuánto, cuánto la comprendo…

Yo no soy de ghettos. Soy una chula que revolotea en los grupos que se me dan la gana, converso con tutti’l mundi, sin vergüenza de hablar un inglés atroz (cuando se da el caso, claro). Lo admito, tengo pocos amigos peruanos aquí, todos profesionales o bichos de master, como yo. Conozco a algunos que emigraron por otros motivos, y me llevo bien hasta cierto punto, pero soy incapaz (al extremo pituco del asco) de acompañarles a una fiesta latina, de bachatas cansonas y reggaeton. No puedo, no. Me supera.

Admito adolecer de clasismo intelectual pero, ¿saben qué?, también lo aplico a la gente local. No me gustan los currantes sin -siquiera- carrera técnica del Casco Viejo, mucho menos si sobreviven a sus intensos fines de semana a punta de meta-anfetaminas. Tampoco me están gustando los "guays" defensores de la marihuana...

No vine aquí deslumbrada, pero muchas veces he sido incapaz de soltar un oportuno “vete al carajo” cuando fue preciso, justo y necesario, por no caer mal, parecer “borde” o tal. Por supuesto, siempre he sido una mujer enérgica, que no aguanta pulgas. Pero aquí sucedió un fenómeno extraño. Lo conversé con Claudia, colombianota de pura cepa, hace un par de días: quieres estar bien, quieres que te vaya bien, quieres caer bien. Es inevitable, es un condicionamiento razonado luego de la activación del instinto de supervivencia. Tu organismo se pone en alerta, pero como eres "inteligente y civilizada", optas por liberarte de prejuicios y ser encantadora, porque de ese modo conocerás a más personas y tal.

Y una mierda.

La libertad, querida mía, no es dejarte llevar, sino escoger. Escoger para dónde quieres ir, a dónde no irás, qué te satisface y qué no, hacer respetar tus costumbres aunque a tu grupo de colegas alternativos les resulten retrógradas (y no hablamos de ablación, sino de no admitir en tu ideario eso que llaman “relaciones libres”). Se trata de defender lo que eres y no dejar de ser quien eres. Adoptar lo que te resulta útil y agradable, desechar lo que te hace daño. Observar y respetar. Nadie ha dicho que debes compartirlo todo, nadie ha dicho que debes agradecer constantemente cada buen trato. Qué diablos, ve por ahí con la cabeza en alto, sé educada, ten clase, pero si no quieres, no dejes a nadie transgredir tu espacio vital.

Admito que estoy a la defensiva. Admito que, por estar a la defensiva, asusté al amable hombre que me trajo a casa, hace ya más de una hora. De todos modos, me alegra saber que no tendré que dar explicaciones, creo que las personas de más de cuarenta años ya son capaces de comprender.

Reconozco, además, que he conocido gente muy buena aquí, tan buena y tan querida, vascos, vascas y la ONU en pleno, que lloraré con dolor cuando deba despedirme de ellos.

Aún hace falta encontrar un equilibrio. Tal vez nos mudemos de casa pronto, a un ático bonito, con ventanas y teléfono. Podré llamar a la gente que me quiere, sin ajustarme a fin de mes. Ojalá.

Siento que nos hemos quitado un peso muy grande de encima, Lucía. No sé si el desahogo del post o la cerveza. Sábado por la noche libando frente al ordenador, ayyyy, Diooooooooos…
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Comentarios

Juan Navidad dijo…
Hola Ángela,

Creo que generalizas y lo haces erróneamente. Si los individuos con los que te encuentras son de una determinada manera no significa que todos los bilbaínos, vascos o europeos sean así...

Muchas veces cuando se va de libre por la vida se encuentra uno la peor calaña de cada sitio...

A mí también me ha pasado alguna vez, por eso te lo digo :)
Saludines,
Juan Navidad
Mamá de 2 dijo…
Hola, Juan. No lo crees, sino que generalizo y eso también lo dejo claro...

Tienes razón en eso de ir por libre, ya lo tengo aprendido. En todo caso, lo que me pone "mala" de la situación es el hecho de que me muevo en ambientes donde muchas de estas personas son consideradas lo que más, lo súper guay, lo máximo de la libertad y la filantropía.

Y claro, este es un buen sitio para canalizarlo.

Un abrazo,

Angela

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