E-mail de Lucía

Creo que nunca he sido tan feliz como a los quince, cuando encontré la bicicleta reluciente, nuevecita, junto a las escaleras de la azotea-casa donde vivimos durante siete años. Fue la primera vez en mi vida que lloré de alegría, porque sabía muy bien el gasto que significaba, la situación económica-judicial de la familia y el cariño con el que papá y mamá habían tomado la decisión de darme semejante sorpresa.

Llegué al colegio emocionada y lo conté a mi pequeño grupo de amigas. La noticia se expandió en cuestión de minutos y el chismorreo de regreso tardó sólo un poquito más. Alguna de la clase tuvo a bien decir: “¿Bicicleta por sus quince años? ¡A los quince no se regalan bicicletas, sino motos!”.

Tiempo y vueltas de vida después, debimos vender la bici para inscribirme en una serie de conferencias sobre periodismo y comunicación internacional, con sede en mi universidad y ponentes extranjeros. Valía créditos y alguna emotiva profesora nos animó a dejar nuestros CV, sembrándonos la ilusa idea de que por ser buenos estudiantes alguno de esos especialistas diplomático-burócratas se fijaría en nosotros.

Por supuesto, nada, salvo que ofreciéramos prácticas no remuneradas por tiempo indefinido, capacidad de trasladarnos y vivir en Lima una temporada con nuestros propios medios y dominio alto de inglés. En ese entonces, me era imposible cumplir estos requisitos, porque no estaba el asunto como para trabajar gratis, ni siquiera por una causa elevada. El negocio familiar necesitaba de mi totalmente disponible presencia todos los fines de semana y aprender inglés a nivel “experto” costaba dinero. No tenía más bicicletas para vender.

Tengo casi 29 años y me he pasado más de la mitad de mi vida trabajando. Trabajando y estudiando o sólo trabajando. No me quejo, el nivel de aprendizaje ha sido bueno y los recuerdos son historias que alguna vez contaré a quien las quiera escuchar (o a quien no tenga más remedio). La satisfacción de lo bien hecho, el colegueo derivado a entrañable amistad, los jefes de toda la vida, maestros y aliados, son compensaciones justas ante la sensación de tiempo ajustado y etapas no vividas que me han generado este carácter entristecido pero alegre y una madurez a pedazos.

Creo que merezco un descanso.

Dejé de trabajar para hacer un master el año pasado. Vine a parar a Bilbao, gracias a amigas y amigos a quienes aún cuando pague toda deuda material, seguiré lealmente agradecida. De todos modos, debí conseguir un par de “cachuelos” por las mañanas, con viejecitos y bebés. Así, me di tiempo para cuidar personas, comer un sándwich, salir corriendo a la Facultad, escuchar a sobrios pensadores de izquierda concluir sobre el daño que la globalización hace al mundo, y, de vez en cuando, dormir con un enamoradito de cariño interesado y temporal que surgió por ahí.

Ya están los lagrimones otra vez. Llevo casi cinco años sin poder marcar en el calendario dos días seguidos sin llorar. Soy una llorona declarada, me es tan fácil como reír, pero con deterioro emocional. Lo más jodido de esto es que nunca parece que he llorado suficiente, pues aún tengo sensación de frío, ansiedad, compresión de pecho y ahogos. Se supone que si moqueas un buen rato luego ya pasó y no vuelves a hacerlo en muchos días. Se supone que es así. De niña, cuando era muy pequeña, sólo lloraba cuando, gracias a mis pies planos, me caía y hacía algún chinchón en la cabeza. Lloraba mucho, mi mamá me abrazaba y daba besitos, curaba mi herida y yo, con ella, sentía que todo estaba bien. Entonces, no había por qué llorar más.

Debo preparar un proyecto de tesis. Espero convencer al coordinador del programa de doctorados de que mi tema es suficientemente interesante y útil y que puedo con esto. Saqué buenas notas en el master, no las mejores, pero en fin, hice lo que pude. No tengo un perfil de investigadora académica, sino capacidad de observación y experiencia en campo. Soy una profesional pragmática, me gusta la eterna retroalimentación, un poco por el sesgo de la carrera periodística, otro tanto porque mi aprendizaje ha debido reflejarse en mi trabajo desde que tengo trece años y debí complacer al jefe más exigente, cabrón, explotador y perfeccionista que tuve en la vida: mi padre.

También debo convencerle de que necesito una beca. Es decir, que necesito una beca (y ayudas de cualquier tipo) es obvio, tengo un nivel de estrés por exceso de curro, preocupación y falta de dinero que me provoca fiebres cada tres semanas (sumado al síndrome de inmigrante-profesional-discriminada que nos ha dado a mí y a unas cuantas que conozco, por motivos varios). Pero bueno, todo esto al director del programa de doctorados le importará un rábano. Sé que la institución va tras una mención de excelencia europea, lo cual ya me pone de pies en la tierra con cierto mal sabor de boca, pues, imagino, buscarán temas, tutores e investigadores que les aseguren prestigio.

En fin, como suelen decir acá, que por no intentar no sea.

De todos modos, la idea de ir a Perú madura cada vez más. Dejar hilos atados, claro, por si apetece volver y no tener que hacerlo a lo loco. A estas alturas de mi estadía en tierras lejanas, entre otras infecciones he pillado una que suelo llamar “trámitefobia”. El sólo pensar en todo lo que debo hacer para asegurarme un regreso en condiciones primariamente humanas me pone mal, me provoca tristeza y desgano. Ya he respondido agresiva a pobres inocentes por la sola mención de la palabra “papeles” en mi entorno, da igual el contexto. No quiero pensar en el destino cruel que le espera a la próxima persona que tenga la mala idea de pedirme documentación…

Ayer finalmente fui al Guggenheim. Vi una estatua de arcilla que se parecía a Anita y otra igualita a papá Pedro. Afortunadamente, mi compañero de sesión cultural resultó ser de esas almitas libres y autodidactas y no le pareció extraño verme hablar con las figuras de tamaño natural de Cai Guo-Quiang o buscar las bragas a las chicas-anime de Murakami. Es más, descubrió mi sinestesia y le encontramos sentido al aprendizaje inconsciente a partir de experiencias de vida que da base al argumento de “Slumdog Millionarie”.

Fue una buena tarde.

Esta canción es para mi dulce, sencilla, complicada, amada Kithara y todas sus envidiables ganas de estar en Piura:

Comentarios

Ernesto dijo…
A veces toca esos momentos de sentarse y tomar las decisiones, o en todo caso terminar de destapar las cartas y hacer lo que corresponda en base a ello, la incertidumbre tiene sentido un tiempo, luego ya no..... lo se por experiencia.

Me encantan los museos, no precisamente el G, pero siempre hay algo de paso q ver ahi que vale la pena.

Una vez me paso eso de tener practicas, pero no acepte pues la realidad tangible era mas fuerte... no queda sino salir adelante.

Y si, te mereces el descanso, de veras, eso lo supe desde hace un mes +/- ;)

Al menos te dio tiempo de corregir lo triplicado, un ligero sintoma de la tramitefobia.

Entradas populares