Imperdonables

Me juzgaste, te juzgaré…
So I dub thee unforgiven…

Estaba pensando en aquella época en que, gracias a muchos recursos estilísticos de “anti moda”, pude disimular en la adolescencia lo triste que estaba por dentro, con un aspecto rudo e insondable, que un hombre quien dijo quererme alguna vez, simplificó en una sola expresión despectiva y “madura”: “eras una gordita amargada, mal vestida, que andaba por ahí pateando bancas”.

¿Por qué estaba triste? Sería bueno no recordarlo, sin embargo, ha quedado clarísimo en mi memoria. Pero está bien, pues desde esta perspectiva, puedo evitar ser dura conmigo misma. Sé que no tuve otra opción. O tal vez sí, pero no habría dado como resultado lo que soy ahora.

No me interesa contar los detalles y maldades externas que me convirtieron en una amargada de 17 años. Sólo sé que me propuse no querer, salvo a mi familia. A estas alturas, hace algunas semanas, he pensando en recuperar aquella fuerza para no amar. Ni modo, ya crecí e involucioné. Soy “adulta” ahora y mi corazón loco no tiene arreglo.

Pero sentí nostalgia el otro día, de mis discos empolvados que no puedo oír porque el “mini” de toda la vida, la dulce Diana, no funciona más (y nunca me guardo dinero para hacer un último intento con ella). Recordé mi banda sonora de entonces, cuando pensaba indiscutiblemente que no bastando con ser la chica más fea del mundo, era también la más culpable de todos los pecados, pues entonces, ¿cómo justificar toda la maldad que debí descubrir siendo una niñita?

Si comparo mi experiencia con otras, sé que no fue la peor. Sin embargo, fue feo para mí, y era de esas que cuando hacían algo mal, previa explosión paterna, se escribía insultos en el estómago, los brazos o las piernas, con una navaja de lápices nuevecita.

Solía estar siempre triste por entonces. Gracias a Dios existía la música.

Podía escribir y dibujar todo el día, soñando con historias de amor, erotismo, muerte, poca cosa. Aún conservo los rostros de quienes imaginé mis amantes y compañeros, únicos en mi soledad insondable de adolescente inadaptada. Aún a veces recuerdo un nombre adorable e inexistente, cuando el corazón duele, y lo digo en voy alta, añorando.

Gracias a Dios existía la música.

Yo era imperdonable y oía y veía de eso una y otra vez, de hombres que confabularon para encerarlo en un pozo de concreto, con un oso de felpa y un violín. Del niño que empieza a construir su sepulcro desde que descubre cuál es la única salida; que siendo adulto, continúa su trabajo, y escribe su soledad en las paredes con un cincel; que siendo viejo, se daña las manos y pasa su sangre por todas las letras en bajo relieve, prepara la puerta de su tumba, la cierra con llave, mira el sol que entra por el agujero que dejó en la pared su lápida. Muere.


Extraño… Hace mucho no oía la “guitarra orgásmica” de Hammet, en el solo más emotivo del imperdonable, “The Unforgiven”, lo que creí ser en algún momento. Gracias a Dios existía la música, o habría enloquecido de verdad, tal vez muerto, o tal vez sólo habría sido una linda adolescente obediente y ya estaría convenientemente casada con un chico bueno y decente. Tal vez sería tan feliz como aquella “alter ego” lo habría deseado. Yo, no tanto, porque ahora soy feliz (aunque a veces se note muy poco).

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Si yo me sentía imperdonable por mis pesares, ahora que te conozco y sé, ¿podré(mos) evitar que lo seas tú, que sólo tienes un corazón limpio y “no encajas” en este mundo, donde vives contenta y anónima?

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