Cuando muere quien te ama
A Pía y Josecarlos. A mi mamá.
Fue la primera Navidad que pasé sola. Comí pavo al horno, con pasas y nueces, que doña María me dejó preparar, acompañado con una botella de vino tinto, que compré en el supermercado, y otra de vino blanco, que encontré en la despensa.
Doña María prometió quedarse conmigo días antes, horas antes. Su hijo adorado, que vive sólo a 20 min. de la casa materna, no había manifestado ninguna invitación. La anciana nunca se llevó bien con la nuera, pero adoraba a la nieta. Resignada, me dijo que pasaríamos juntas la Noche Buena del año 2000, en Pamplona, España, tal vez asegurándose de que no hiciera planes por mi parte.
A eso de las 18.30 del día 24 dic., llamé a mis padres, para saludarlos y desearles felices fiestas. Lloré cuando hablé con papá, lloré mucho y él lloró también. Me sentía sola en aquel lugar, demasiado sola, y mi cabecita de veinteañera no me ayudaba a tomar las cosas con más madurez que esa, que asumirme lejos de casa, en una oportunidad única en la vida, pero sin las personas que más quería en el mundo, a mi familia. Y llorar.
Luego, cabizbaja, justificadamente nostálgica, volví a casa contando los adoquines de los pasajes subterráneos de Conde Olite (así se llamaba aquella plaza, si mal no recuerdo). Tomé la Tafalla, llena de bullicio y familias felices, y, justo antes de Carlos III, llegué a mi edificio de 5 pisos, sin ascensor (por supuesto, vivía en el quinto). Subí aguantando las lágrimas, y llegué donde doña María, que me esperaba con una "buena" noticia: “Mi nuera me ha invitado a cenar con ellos, me ha dicho que si no voy, el hijo se va a molestar con ella”.
Entonces, llena de ilusión por su nieta y su adorado retoño, me dejó, un tanto mortificada, con mi pavito preparado, que olía delicioso, mi botella de tinto y todos los buenos deseos en esa noche tan especial.
No llamé a nadie. No quise llamar a nadie. Intenté tomármelo deportivamente, como “adulta”. ¿Qué es la Navidad, finalmente, sino el cumpleaños de Jesús? Bueno pues, Jesús sería mi invitado y mi agasajado, él me haría compañía y eso me bastaría para ser feliz.
Las buenas intenciones duraron hasta el último vaso de aquella botella. Entonces puse música a todo volumen y bailé por el departamento como una verdadera bacante, estrepitosa, desenfrenada, loca. Asalté la alacena de doña María, ella entenderá lo del vino blanco, ya le compraré otro. Me lo bebí casi de la botella, casi de un tirón. Seguí disfrutando malamente de la música…
Entré a mi habitación, que olía muy rico, gracias al desinfectante que usaba para limpiar el piso de madera, y a aquél escritorio desarmable que acababa de comprar. María Pía y José Carlos, en Madrid. No pude viajar, la señora María me dejaba vivir en su casa a cambio de mi compañía, mi cuidado y la limpieza todos los sábados. Me necesitaba.
Sin bajar el volumen de la música, sentí un silencio aterrador. Busqué un papel en blanco, sólo encontré aquellas hojas cuadradas que usaba para tomar apuntes en la universidad (nos miran raro a los que llevamos cuadernos), y empecé a garabatear mariposas, calaveras, ojos… De pronto, sentí su presencia a mi lado, acompañándome, dándome frío, asustándome.
¿Abuelito? ¿Qué haces aquí?
Ni siquiera sentí las lágrimas sobre mi pantalón, empecé a dibujarlo. Aún conservo aquella imagen de mi papi Pedro, calvo y delgado, maldito cáncer, inservibles radioterapias, maldita operación en la garganta que le privó, en sus últimos días, de aquello que lo mantenía vivo y sonriente: hablar.
El anciano luce flaco, con esa sonda que odiaba y necesitaba para comer. Me mira, triste. ¿Qué haces aquí, papi Pedro? ¿Has venido a buscarme a mí? ¿Por quién has venido? Como sea, no te vayas, estoy sola aquí, te necesito…
También dibujé a una joven muerta, tirada en su habitación, sobre un piso de madera recién lustrado… No sé qué fue de aquél autorretrato, tal vez María Pía se lo llevó.
Desperté, aunque nunca me quedé dormida. Mi abuelo ya no estaba. Eran más de las 12 de la noche, ya Navidad. La señora María no llegaba aún, la esperé media hora. Nada. Bajé, necesitaba dar una vuelta, tal vez buscar a Teresa, seguramente estaría en casa, luego, no sé, tomar aire. No me sentía mareada de tanto vino vomitado, no me sentía cansada, sólo un poco asustada.
Encontré a mi doña en el portal, con su hijo. Le expliqué que iría por ahí, fumaría un cigarrillo y volvería. No hubo problema…
--
Aquél sueño recurrente se repitió ese día: doña María llega a mi cuarto y me despierta a las 5 de la mañana. ¿Qué pasa? Te llaman de Perú, tu mamá. ¿Mamá? ¿Todo está bien? Hijita… tu papá te quería mucho…
Esa era la tercera vez que pasaba por una sensación similar. Me cerré, no iba a hacerle caso a premoniciones de niña asustada, ni a visitas de abuelos muertos. Qué demonios, no iba a sugestionarme.
--
Estúpidamente, en año nuevo no llamé a casa, estaba harta de extrañar a mi familia, de llorar y de sentirlos lejanos. Ya hablaría al día siguiente, luego de las celebraciones. Ya lo haría después. Pensaba en esto, a las 20.30 en España, 14.30 en Perú. En Perú, papá esperaba mi llamada, esos minutos de llamada que pudieron cambiar el destino, esos malditos minutos que nunca llegaron, sólo porque la imbécil, la miedosa, la engreída, no quiso, no pudo, no le dieron las fuerzas, no se le dio la gana… ¡Hija de puta!
Me fui a dormir. Esas son fechas feas para quienes estamos solos, no deberían existir para quienes estamos solos. Los chicos seguían en Madrid.
--
1 de enero de 2001, 5.00 a.m.
Doña María llama a la puerta de mi cuarto, me despierta. ¿Qué pasa? Te llaman de Perú, tu mamá. ¿Mamá? ¿Todo está bien? Hijita, ¿por qué no llamaste ayer? Mamá… ¿mi papá está bien? Angelita… tu papá te quería mucho…
--
Yo también estaba muerta. Avancé hasta mi cama y me eché a dormir, tal vez se trataba otra vez del sueño aquél, tal vez, aunque era real…
--
Desperté. Lloré. ¿Qué pasa?, me pregunta doña María. Mi papá… ayer tuvo un accidente, en la moto, en la carretera. Murió.
--
Hasta entonces, no sabía qué era aquello de no saber qué hacer, de no saber cómo pasan los días, de no saber si tienes hambre, si tienes frío, si estás viva. Una semana después de la noticia, pese a la compañía de amigos, a las oraciones de doña María y las llamadas de mi mamita, aún no me sentía dentro de mi cuerpo, aún no sabía cómo pasaban las horas…
Un mes después, descubrí que estaba deprimida. Pero no, hija, no estás deprimida porque estás triste, sino porque estás enferma y necesitas ayuda… Medicación y mucho cariño.
María Pía me enseñó a ser la mejor amiga del mundo. Pobrecita, a veces aún se me enrojecen las mejillas cuando recuerdo esa vez en que la saqué a gritos y empujones de mi habitación. Al día siguiente, llegó. No le abrí. Dejó chocolates por debajo de mi puerta. Al día siguiente llegó otra vez. No le abrí. Dejó chocolates por debajo de mi puerta. Al día siguiente…
José Carlos, con un estilo más masculino, tendía a granputearme y hacerme reaccionar “a la mala”. Doña María, de cuidada a cuidadora, se sentaba a un ladito de mi cama, “No estés triste, bonita, que él está con Dios y te cuida siempre”…
--
El dolor me acompañó todo el tiempo. La primera noche, luego de la muerte de mi padre, lloré como nunca, en mi cama, arrodillada. Lloré y recé. Entonces, sentí el abrazo más dulce que hasta el momento había sentido, y una fuerza tierna me empujó hacia mi cama, a recostarme. Y todo fue paz, y pude dormir.
--
Cuando volví de España, sabía que la responsabilidad sería grande. Había llegado a sentir la pérdida de mi padre más perjudicial para mis hermanos, que para mí. Es decir: yo tuve un papá hasta los 20 años, le conocí y doy gracias a Dios por ello. Mis hermanitos, en cambio, no tienen más de 8 años… Menuda tarea para mi madre y yo, ahora sí, a dejarme de engreimientos y tonterías, debo ser fuerte, debo ser adulta, debo trabajar y ser útil aquí, debo ser buena hermana.
--
Pasó el tiempo. Salí con un chico y me ilusioné mucho con él. Nunca antes tuve una ruptura y aquella fue brusca y dolorosa. Estaba un poco ciega y no entendía bien, no sabía qué hacer con todos esos porqués que se le vienen a uno a la cabeza. Él dijo que esperaba que yo fuera más madura (putona) y más dura (putona, otra vez), pero en cambio, se había encontrado con una niña dulce, asustadiza, sensible y buena. No quiso hacerme daño y se fue.
Me puse muy triste, casi muerta… Pero no fue eso lo trascendente de la historia, sino lo que aprendí:
Un día, ante los regaños de alguna amiga o pariente, de tipo: “Tienes tantos logros en tu vida, has superado cosas peores, ¿y te pones así por un imbécil?”. Yo respondí, casi sin pensar:
“Es diferente… Papá murió y ante esa verdad, Dios te hace llegar una resignación absoluta. Papá murió y toda la familia lo lamenta, pero seguimos vivos y a pie de lucha. Papá murió, pero nos amó. Ahora mismo no está con nosotros, pero no porque haya dejado de amarnos. Aún nos ama, aún nos cuida, aún está en nuestros corazones, aún es parte de la familia. Papá no nos despreció, ni se fue de nuestro lado porque no quería querernos más. Y, lo más importante de todo, a papá lo puedo amar con todo mi corazón, lo puedo recordar con toda mi alma y puedo rezar por él, contar con él, pensar en él. A él no tengo que dejar de quererlo…”
Entendí qué era lo que me dolía, lo que sentía que no podía hacer, simplemente porque era algo que nunca antes tuve que aprender: dejar de querer a alguien que ha despreciado mi amor.
En ese momento, dejé de llorar.
Comentarios
Me has dejado casi sin palabras......... :(
ASI ES LA VIDA
VANESSA 19AÑOS
VALENCIA- EDO.CARABOBO - VENEZUELA