En ningún lugar

Cuando Alejandro vio el desorden, sintió oprimírsele el pecho. ¿Dónde está?, preguntó casi gritando, casi corriendo. No escuchó ninguna respuesta, ya estaba dentro de la casa, desordenándolo todo aún más, buscándola como si fuese su propio corazón, sus propios brazos, sus propias piernas las extraviadas.

Alejandro sitió su propio olor a caravanas, desierto y caballos, oyó su corazón agitado, ¿asustado? Sí, mucho. ¿Dónde está? No hay una nueva respuesta, nada que valga la pena escuchar, o tal vez sí. Un zumbido de moscardón maldito en su cabeza, ninguna claridad, fiebre del alma, calor. Ella está muerta, mi señor.

Fueron sus propias piernas las extraviadas, pues no las sintió más, sino el suelo pedregoso golpeando su frente. Quizás la sangre fluya por esa nueva herida, hasta que el corazón deje de latir. ¿Quién se la ha llevado? Nadie, está muerta.

Él, el único, el señor, se ha derrumbado. Saborea la derrota más grande, sobre su mayor victoria. Ella está muerta, mi señor, lo espera ya limpia, ya hermosa, como siempre. El ama ha lavado su cuerpo y cambiado sus ropas, como ella hubiera hecho de estar viva, al saber de su retorno. Ella lo espera, pues merece ser mirada con amor antes de entrar en la tumba. Repóngase, señor, y acompáñela.

Alejandro no entiende el saqueo de su casa, el desorden, la ruptura. Teme entrar en la habitación cargada de incienso y susurros íntimos. ¿Quién es ella, si no su mujer? ¿Quién es esa criatura inerte, que le ha robado las formas a su amada, y la imita grotescamente, llena de heridas secas? ¿Por qué no despiertas, vida mía? ¡Mírame! Por amor a Dios, mírame.

Lleva esperándolo así más de una semana, señor. Intentamos avisarle de su gravedad, pero estaba tan lejos. Sin embargo, mire esa sonrisa tenue. Lo esperaba, no ha perdido su hermosura, las mejillas aún se colorean de cobre, para usted.

Los saqueadores atacaron cuando supieron su muerte, pero al encontrarla dormida, bella, retrocedieron. Señor, mírela y no se canse de mirarla, porque pronto no podrá verla más.

Alejandro conoce el miedo desde que supo amarla, ahora todo ese miedo le nubla la vista… ¿Quién es ella? ¿Por qué ella? ¿Dónde está mi mujer? Aquí, mi señor, aquí, donde se quedó al partir usted, donde lo esperó. No la culpe por su corazón marchito, ella lo amó, pero la fiebre vino y se agravó con la pena. No fue culpa de ella, señor, no fue culpa de ella.

¿Por qué, muerte, te ensañas conmigo? ¿Por qué te la llevas? La muerte ha secado su corazón, mi señor, pero por Dios, mire cómo sonríe al escuchar su voz, mire cómo irradia toda su belleza y su aroma, para usted. Señor, mírela y háblele de amor, toque sus cabellos y diga adiós. Ella debe irse.

Noches tristes y malditas, ésta y todas las que vendrán. Amada mía, única, inexistente. Escogiste a la criatura más sublime para clavarle una daga en la razón, matarla y llevarla contigo, muerte, noche, tal vez para alegrar tus solitarios días. Y ella sonríe, ya no sufre más, ya no llora más por mí. Perdóname, mi princesa, por no haberte hecho feliz.
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