El dibujo
El dibujo aquél del texto recortado, para que nadie más intente leer las letras desteñidas de plumilla vieja, en pésima caligrafía, pendía de la puerta de cada apolillado clóset, de cada húmedo cuarto que se veía obligada a conquistar, apropiar, identificar, maquillar, obsesionada en la tarea de hacerlo suyo, pese a dejar una maleta siempre a la vista, cual velador, para no olvidar: sigo estando de paso, incluso aquí.
Lo hizo hace diez años, ilustrando un cuento que les dejó de tarea inventarse su mejor profesor de literatura, un déspota ilustrado de “la Cato”, durante aquellos tiempos dorados en que la Inquisición Universitaria se quedó dormida, o tomó vacaciones. Su amante número tres intentó leer lo que quedaba de la historia macabra, de poca, poquísima trascendencia, nada más que un 17/20 en la evaluación semanal, tal vez por los colores y el estilo pseudo artístico del dibujo, que por la historia en sí. Ella se lo arranchó juguetonamente de las manos y le pidió no seguir entrometiéndose en sus fumadas pasadas. Él se resintió y no le habló en dos días (difícil asunto, visto que compartían el mismo depa).
Entonces, pensó ahorrarse futuros problemas, recortó el texto y conservó la figura gastada, cuyo sanguinario y fantasioso contenido está ya harta de explicar, porque debe toparse con miradas asustadizas y expresiones toscas de susceptibilidad herida, cuando a ella mirarlo le provoca, sobre todo, ternura, y deseos de proteger a la pequeña –pequeñísima- niña que, pálida y temerosa, la mira desafiante, desde la puerta apolillada de un jodido closet más en su vida.
Aquella figurita delgada, empezaba después de un suspiro resignado, creció oliendo a mierda, a pura mierda. Todo a su alrededor era mierda. Mierda animal, mierda divina, mierda que le proveía alimento y cobijo. Todos los días, contaba, debía escarbar en la mierda y tener cuidado, talento, suerte, para descubrir entre tanta mierda, pequeños tesoros selectos (trozos de plástico de color duro, que indicaban su finura, su “no previo reciclaje”, papel blanco, vidrio, sacos para mantener en pie la casa, etcétera), que podía vender, intercambiar, reutilizar. Era esa su vida, matizada por juegos violentos con otros niños, intercambios de cuentos de hadas y telenovelas con otras niñas y algún plato de comida caliente de alguna mamá comunitaria, sentados en el único rincón donde el viento llevaba con menos intensidad el mierdoso olor.
La niña tenía además un perro –y por cierto, recordaba, el del dibujo se parece mucho a un perro mezclado con altivez de lobo que mi abuelo bautizó como “Rambo”, alguna vez en mi niñez- y como todo niño o niña solitaria, era éste el ser vivo a quien más amaba. Pensándolo bien, era el único ser vivo a quien amó, pues al crecer y comparar la lealtad del bicho con el abandono de las personas (hablaba de sí misma, con cierto amago de amargura y mucho sensacionalismo de “lectura digestiva”) no tenía menor duda de la autenticidad de su amor (una inocente ventaja de no haberse convencido de la “superioridad humana” gracias a cualquier ideología antropocéntrica).
Y enredándose, enredándose, describía a una adolescente chusca y flacuchenta, que tomaba duchas rápidas con una manguerita instalada por los de la municipalidad, antes de salir de los basurales y acercarse a esos lugares donde se concentran grandes grupos de hombres, mujeres y sus crías, para comprar lo que la mierda no le podía proporcionar. Siempre, por supuesto, acompañada del enorme perro, el cual, pese a vivir entre parásitos y moscas, había sido concebido (o recordado) por su creadora como una criatura hermosa.
Pasaba a contar, atropelladamente y por lo general encendiendo un cigarrillo, el paso del tiempo y sucesos accidentados, con frases clichés que disimulaban su angustia: las niñas crecen, las adolescentes más desinformadas, más aisladas, sienten deseo. Y los hombres huelen ese deseo…
¿Qué resistencia podía ofrecer una chica sola, en medio de la mierda? Los consejos de alguna mamá comunitaria, sí. Pero cada quién cuida su prole y su hígado. A fin de cuentas, ella no tenía forma de oler si aquello era bueno o malo, sólo sabía que le dolía, que no aguantaba las náuseas luego del forcejeo, que varias veces dejó por ahí enormes coágulos de sangre, que le ardían las entrañas como si encendieran fuego dentro de ellas, que no le gustaba. Si era bueno a malo, no se enteraba, desconocía las abstracciones. Sólo sabía que no le gustaba. Pero resignación. Era un uso común, era un derecho de quienes ostentaban mayor fuerza. Era, como le habría explicado alguien, a palos, lo que le correspondía por ser una pobre loca apestada, que vivía en la mierda.
El perro, sin embargo, no acababa de creer aquello y siempre, siempre se resistía. Recibía a dentelladas al visitante maloliente, al grupo de hombres armados con cadenas, que lo golpeaban y amarraban, antes de iniciar su satisfacción, friccionándose contra ella, que casi no decía nada, ni siquiera lloraba. Encontró cómodo, la chica, mirar a su pobre amigo ensangrentado, quien pese a su confusión y dolor mostraba los dientes y luchaba por liberarse, una y otra y otra y otra vez, tantas veces como estas criaturas llegaran y actuaran. Tantas veces.
Sus ojos brillaban y su voz continuaba contando, no entrecortada, sino con un sonido grave, de esos que dan cuando se le atragantan a una los sentimientos y hay que demostrar valor. Un día la muchacha intentó algo nuevo, sin mucho ánimo. El basural le regaló vida. Miró a su costado y encontró una hoja de metal, fina, resistente. La ensañó contra la bestia que la empujaba y asfixiaba. Un aullido seco. Inmovilidad. El perro la miraba intensamente, parecía sonreír. Sonreía. Ella supo: has sido tú. Y supo también que debía huir. Esa misma noche, esa misma luna, ese mismo infierno. Huir. En su básica ignorancia, comprendía: nadie le perdonaría haberse defendido.
Cortaba la voz en seco, la historia había acabado. ¿Necesitaba la sensibilidad de sus interlocutores mayor explicación para aquella sangre y aquellas miradas? ¿Aún eran capaces de ver maldad en esos ángeles sufrientes? ¿Todavía podían confiar en la existencia de seres totalmente planos, yendo por la vida siendo sólo absolutamente buenos, o absolutamente malos?
Al parecer, sí. Por eso, continuaba acelerada, sorbiendo con desgano un trago de su propia saliva, si faltaba cerveza o vino: al conocer el poder de matar, mató. Al no reconocer a sus victimarios, escogió al azar, en los callejones, entre aquellos en quienes su amigo olfateaba crueldad. Una especie de vengadora totalmente loca, una mujer pasando por su primer despecho. Una niña dolorida, resistiéndose a mirar los ojos de su propio miedo.
En fin, que se jodió, se envileció, se hizo fuerte y se volvió una amenaza. Como era de esperarse, fue blanco fácil de acusaciones y así como dice la convención, la ley debió actuar. Y fue un problema para ella, porque su vida se convirtió en una fuga constante, hasta que la presión y la oscuridad la tomaron por completo, empezó a maltratar al perro que iba con ella y éste, un día y en un arranque de nobleza, se meó a su alrededor y la mató.
Mordisco en la yugular, seguramente, y acabó comiéndosela. En el cuento que escribí para el déspota ilustrado sucedían más cosas, una comunión con el perro, el bicho tenía más protagonismo, etcétera. Pero ya no estoy en condiciones de recordar ningún misticismo, carajo, me estoy haciendo vieja y pragmática, agregaba irritada. Era ya una característica al terminar sus historias, ésta o alguna otra que guardaba dobladita en el neceser celeste de la prima aquella que murió de fiebre lupus y tal y cual.
Luego, más nos valía a los interlocutores cambiar el rictus de desaprobación con que miramos por primera vez el entrañable dibujo, sin levantar siquiera las cejas al ver cómo la “vieja pragmática” de treinta y pocos años acariciaba a los personajes de la imagen con cariño, diciendo: “pobrecitos míos, pobrecitos”, después de lo cual, sonreía y agregaba: “Cuando lo escribí tenía miedo de ser grosera. Mi amante número uno, a quien sí le permití leerlo, me preguntó porqué había escrito miccionar cuando el perro marca territorio alrededor de la chica. Sólo pude responderle que fue porque en aquella época, primer año de universidad, aún no me sentía suficientemente fuerte para escribir mear”.
Lo hizo hace diez años, ilustrando un cuento que les dejó de tarea inventarse su mejor profesor de literatura, un déspota ilustrado de “la Cato”, durante aquellos tiempos dorados en que la Inquisición Universitaria se quedó dormida, o tomó vacaciones. Su amante número tres intentó leer lo que quedaba de la historia macabra, de poca, poquísima trascendencia, nada más que un 17/20 en la evaluación semanal, tal vez por los colores y el estilo pseudo artístico del dibujo, que por la historia en sí. Ella se lo arranchó juguetonamente de las manos y le pidió no seguir entrometiéndose en sus fumadas pasadas. Él se resintió y no le habló en dos días (difícil asunto, visto que compartían el mismo depa).
Entonces, pensó ahorrarse futuros problemas, recortó el texto y conservó la figura gastada, cuyo sanguinario y fantasioso contenido está ya harta de explicar, porque debe toparse con miradas asustadizas y expresiones toscas de susceptibilidad herida, cuando a ella mirarlo le provoca, sobre todo, ternura, y deseos de proteger a la pequeña –pequeñísima- niña que, pálida y temerosa, la mira desafiante, desde la puerta apolillada de un jodido closet más en su vida.
Aquella figurita delgada, empezaba después de un suspiro resignado, creció oliendo a mierda, a pura mierda. Todo a su alrededor era mierda. Mierda animal, mierda divina, mierda que le proveía alimento y cobijo. Todos los días, contaba, debía escarbar en la mierda y tener cuidado, talento, suerte, para descubrir entre tanta mierda, pequeños tesoros selectos (trozos de plástico de color duro, que indicaban su finura, su “no previo reciclaje”, papel blanco, vidrio, sacos para mantener en pie la casa, etcétera), que podía vender, intercambiar, reutilizar. Era esa su vida, matizada por juegos violentos con otros niños, intercambios de cuentos de hadas y telenovelas con otras niñas y algún plato de comida caliente de alguna mamá comunitaria, sentados en el único rincón donde el viento llevaba con menos intensidad el mierdoso olor.
La niña tenía además un perro –y por cierto, recordaba, el del dibujo se parece mucho a un perro mezclado con altivez de lobo que mi abuelo bautizó como “Rambo”, alguna vez en mi niñez- y como todo niño o niña solitaria, era éste el ser vivo a quien más amaba. Pensándolo bien, era el único ser vivo a quien amó, pues al crecer y comparar la lealtad del bicho con el abandono de las personas (hablaba de sí misma, con cierto amago de amargura y mucho sensacionalismo de “lectura digestiva”) no tenía menor duda de la autenticidad de su amor (una inocente ventaja de no haberse convencido de la “superioridad humana” gracias a cualquier ideología antropocéntrica).
Y enredándose, enredándose, describía a una adolescente chusca y flacuchenta, que tomaba duchas rápidas con una manguerita instalada por los de la municipalidad, antes de salir de los basurales y acercarse a esos lugares donde se concentran grandes grupos de hombres, mujeres y sus crías, para comprar lo que la mierda no le podía proporcionar. Siempre, por supuesto, acompañada del enorme perro, el cual, pese a vivir entre parásitos y moscas, había sido concebido (o recordado) por su creadora como una criatura hermosa.
Pasaba a contar, atropelladamente y por lo general encendiendo un cigarrillo, el paso del tiempo y sucesos accidentados, con frases clichés que disimulaban su angustia: las niñas crecen, las adolescentes más desinformadas, más aisladas, sienten deseo. Y los hombres huelen ese deseo…
¿Qué resistencia podía ofrecer una chica sola, en medio de la mierda? Los consejos de alguna mamá comunitaria, sí. Pero cada quién cuida su prole y su hígado. A fin de cuentas, ella no tenía forma de oler si aquello era bueno o malo, sólo sabía que le dolía, que no aguantaba las náuseas luego del forcejeo, que varias veces dejó por ahí enormes coágulos de sangre, que le ardían las entrañas como si encendieran fuego dentro de ellas, que no le gustaba. Si era bueno a malo, no se enteraba, desconocía las abstracciones. Sólo sabía que no le gustaba. Pero resignación. Era un uso común, era un derecho de quienes ostentaban mayor fuerza. Era, como le habría explicado alguien, a palos, lo que le correspondía por ser una pobre loca apestada, que vivía en la mierda.
El perro, sin embargo, no acababa de creer aquello y siempre, siempre se resistía. Recibía a dentelladas al visitante maloliente, al grupo de hombres armados con cadenas, que lo golpeaban y amarraban, antes de iniciar su satisfacción, friccionándose contra ella, que casi no decía nada, ni siquiera lloraba. Encontró cómodo, la chica, mirar a su pobre amigo ensangrentado, quien pese a su confusión y dolor mostraba los dientes y luchaba por liberarse, una y otra y otra y otra vez, tantas veces como estas criaturas llegaran y actuaran. Tantas veces.
Sus ojos brillaban y su voz continuaba contando, no entrecortada, sino con un sonido grave, de esos que dan cuando se le atragantan a una los sentimientos y hay que demostrar valor. Un día la muchacha intentó algo nuevo, sin mucho ánimo. El basural le regaló vida. Miró a su costado y encontró una hoja de metal, fina, resistente. La ensañó contra la bestia que la empujaba y asfixiaba. Un aullido seco. Inmovilidad. El perro la miraba intensamente, parecía sonreír. Sonreía. Ella supo: has sido tú. Y supo también que debía huir. Esa misma noche, esa misma luna, ese mismo infierno. Huir. En su básica ignorancia, comprendía: nadie le perdonaría haberse defendido.
Cortaba la voz en seco, la historia había acabado. ¿Necesitaba la sensibilidad de sus interlocutores mayor explicación para aquella sangre y aquellas miradas? ¿Aún eran capaces de ver maldad en esos ángeles sufrientes? ¿Todavía podían confiar en la existencia de seres totalmente planos, yendo por la vida siendo sólo absolutamente buenos, o absolutamente malos?
Al parecer, sí. Por eso, continuaba acelerada, sorbiendo con desgano un trago de su propia saliva, si faltaba cerveza o vino: al conocer el poder de matar, mató. Al no reconocer a sus victimarios, escogió al azar, en los callejones, entre aquellos en quienes su amigo olfateaba crueldad. Una especie de vengadora totalmente loca, una mujer pasando por su primer despecho. Una niña dolorida, resistiéndose a mirar los ojos de su propio miedo.
En fin, que se jodió, se envileció, se hizo fuerte y se volvió una amenaza. Como era de esperarse, fue blanco fácil de acusaciones y así como dice la convención, la ley debió actuar. Y fue un problema para ella, porque su vida se convirtió en una fuga constante, hasta que la presión y la oscuridad la tomaron por completo, empezó a maltratar al perro que iba con ella y éste, un día y en un arranque de nobleza, se meó a su alrededor y la mató.
Mordisco en la yugular, seguramente, y acabó comiéndosela. En el cuento que escribí para el déspota ilustrado sucedían más cosas, una comunión con el perro, el bicho tenía más protagonismo, etcétera. Pero ya no estoy en condiciones de recordar ningún misticismo, carajo, me estoy haciendo vieja y pragmática, agregaba irritada. Era ya una característica al terminar sus historias, ésta o alguna otra que guardaba dobladita en el neceser celeste de la prima aquella que murió de fiebre lupus y tal y cual.
Luego, más nos valía a los interlocutores cambiar el rictus de desaprobación con que miramos por primera vez el entrañable dibujo, sin levantar siquiera las cejas al ver cómo la “vieja pragmática” de treinta y pocos años acariciaba a los personajes de la imagen con cariño, diciendo: “pobrecitos míos, pobrecitos”, después de lo cual, sonreía y agregaba: “Cuando lo escribí tenía miedo de ser grosera. Mi amante número uno, a quien sí le permití leerlo, me preguntó porqué había escrito miccionar cuando el perro marca territorio alrededor de la chica. Sólo pude responderle que fue porque en aquella época, primer año de universidad, aún no me sentía suficientemente fuerte para escribir mear”.
Comentarios
(no es mas simple decir "orinar"??)
Buen relato, super descriptivo, cargado de abandono fisico, espiritual.. y maltrato fisico y del alma.
Nos leemos... amiga.
Hablamos de nostros mismos en trecera persona...
Sigo esperándote en el café.
JL