Romeo
Me hizo recordar cuando era niña y salí del restaurante donde mis padres solían llevarme, delicioso y económico, como siempre en Sullana, situado en un asentamiento humano de nombre tan, tan común, que está ya confundido entre muchas otras palabras comunes que guardo en mi memoria.
Creo que tenía 8 años...
Esperaba aburrida junto a una de las motos fieles de mi papá, en la sombrita, porque a horas de almuerzo es suicida pararse debajo del sol en esos lares. Jugaba con piedritas, o tal vez con hormigas, hasta que la voz de un niño…
- ¡Hola! ¿Quieres caña de azúcar?
Los padres siempre hablan de no aceptar nada de comer a desconocidos. Los padres, burgueses o socialistas, suelen olvidar la sencillez y la gratitud, cuando sus pequeños hijos, primogénitos, son quienes se llevarán el bocado invitado a la boca. Por ejemplo, mi mamá me dijo… Perdonen, lo olvidé.
- ¡Sí, sí quiero! ¡Gracias!
Sin pensarlo mucho (como toda niña sin malicia, ni complicación), empecé a saborear el pedazo de caña de azúcar invitada por mi nuevo amigo desconocido. Y conversé con él hasta reír. Y me gustó que un niño mayor, tal vez de 12 años, se acercara a mí, que fuera amable conmigo (no como los del barrio, con quienes siempre estábamos compitiendo).
Me enamoré del chiquillo, sin ningún prejuicio. Quedé prendada de sus cabellos gruesos, empapados de sudor, por venir de jugar fútbol con sus amigos. Me gustó su polo viejo y sus sandalias extremadamente usadas. Ese niño me vio sola, jugando con piedritas, y se acercó para convidarme un poco de azúcar y hacerme compañía. Era prefecto.
La magia quedó rota repentinamente: salieron mis padres. Él conversó “amablemente” con el niño desconocido y ella me dijo, con señas y susurros, que dejara de comer “eso”.
Nos fuimos en la moto. Mi chico me hacía adiós con su manito, yo me quedé mirándolo hasta que no me dio para más el cuello.
Al rato, mis padres se detuvieron en una frutería, a comprar algo: caña de azúcar. Los palitos eran blanquitos, limpiecitos, perfectamente recortaditos. Capté la buena intención y empecé a mordisquear uno. Pero no estaban tan ricos… De inmediato dejé de comer, “ya no quiero, estoy llena”, y subí en medio de ambos, para seguir el camino a casa, aguantando algunas lágrimas que ya había olvidado.
Conocí a Romeo hace poco, en el Manu. Nativo Harankbut, con IPod y cámara digital. Fue bueno conmigo. Afortunadamente, pese a su trato con turistas y citadinos, aún no ha aprendido a jugar juegos vacuos, a no querer de verdad y sentirse satisfecho con la cabeza llena de aire y los brazos vacíos. Yo sí, aunque estoy tratando de olvidar esas lecciones, que sólo me han convertido en una persona escéptica.
De todos modos, fue triste darme cuenta que me he vuelto incapaz de volver a amar al niño bueno que me invita azúcar, sólo por ser bueno. Yo era una niña simple y feliz… ¿En qué momento dejé que tanta “modernidad” entrara en mi corazón?
Creo que tenía 8 años...
Esperaba aburrida junto a una de las motos fieles de mi papá, en la sombrita, porque a horas de almuerzo es suicida pararse debajo del sol en esos lares. Jugaba con piedritas, o tal vez con hormigas, hasta que la voz de un niño…
- ¡Hola! ¿Quieres caña de azúcar?
Los padres siempre hablan de no aceptar nada de comer a desconocidos. Los padres, burgueses o socialistas, suelen olvidar la sencillez y la gratitud, cuando sus pequeños hijos, primogénitos, son quienes se llevarán el bocado invitado a la boca. Por ejemplo, mi mamá me dijo… Perdonen, lo olvidé.
- ¡Sí, sí quiero! ¡Gracias!
Sin pensarlo mucho (como toda niña sin malicia, ni complicación), empecé a saborear el pedazo de caña de azúcar invitada por mi nuevo amigo desconocido. Y conversé con él hasta reír. Y me gustó que un niño mayor, tal vez de 12 años, se acercara a mí, que fuera amable conmigo (no como los del barrio, con quienes siempre estábamos compitiendo).
Me enamoré del chiquillo, sin ningún prejuicio. Quedé prendada de sus cabellos gruesos, empapados de sudor, por venir de jugar fútbol con sus amigos. Me gustó su polo viejo y sus sandalias extremadamente usadas. Ese niño me vio sola, jugando con piedritas, y se acercó para convidarme un poco de azúcar y hacerme compañía. Era prefecto.
La magia quedó rota repentinamente: salieron mis padres. Él conversó “amablemente” con el niño desconocido y ella me dijo, con señas y susurros, que dejara de comer “eso”.
Nos fuimos en la moto. Mi chico me hacía adiós con su manito, yo me quedé mirándolo hasta que no me dio para más el cuello.
Al rato, mis padres se detuvieron en una frutería, a comprar algo: caña de azúcar. Los palitos eran blanquitos, limpiecitos, perfectamente recortaditos. Capté la buena intención y empecé a mordisquear uno. Pero no estaban tan ricos… De inmediato dejé de comer, “ya no quiero, estoy llena”, y subí en medio de ambos, para seguir el camino a casa, aguantando algunas lágrimas que ya había olvidado.
Conocí a Romeo hace poco, en el Manu. Nativo Harankbut, con IPod y cámara digital. Fue bueno conmigo. Afortunadamente, pese a su trato con turistas y citadinos, aún no ha aprendido a jugar juegos vacuos, a no querer de verdad y sentirse satisfecho con la cabeza llena de aire y los brazos vacíos. Yo sí, aunque estoy tratando de olvidar esas lecciones, que sólo me han convertido en una persona escéptica.
De todos modos, fue triste darme cuenta que me he vuelto incapaz de volver a amar al niño bueno que me invita azúcar, sólo por ser bueno. Yo era una niña simple y feliz… ¿En qué momento dejé que tanta “modernidad” entrara en mi corazón?
Comentarios
Un besito:
Muac!!
saludos. tcalle.
Saluditos :)
O sea, me gustan chicos que se hacen bolas, pues... ¡Y si tienen aCento, mejor, coño!