Gilbert


Aún llovía en Bilbao, pese a que el adverbio inicial convierte a la frase en una inútil redundancia. El agudo ardor al mear convenció a Lucía de dejar la oficina algunas horas antes (fue uno de esos días en que la condición “extensiva” de su media jornada se hacía efectiva), e ir a la sede de esa ONGD que brinda atención sanitaria a inmigrantes sin papeles.

Ahora bien, Lucía tiene papeles. Llegó aquí con visado de estudios y ha intentado estar al día en renovaciones. Lo que no tiene es un contrato de trabajo formal, ni dinero suficiente para pagar médicos privados. En la seguridad social no existe ningún apartado administrativo destinado estudiantes pobres. Su opción más cómoda es “extraviar” el NIE y universalizarse, alegando indigencia, pero antes esta servidora tendría que demostrarle con estadísticas y datos fidedignos que su “praxis ilegal” no va a perjudicar a ningún ser humano con necesidades más urgentes que las suyas. Y la verdad es que paso, ya se llevará un susto y se le caerán los escrúpulos.

Entonces, fue donde siempre, previa cita telefónica, y comunicó en pocas palabras sus malestares. Prueba química mediante, fue despedida con una receta de medicamentos para la cistitis y una pesada sensación de fracaso en la cerviz. No por estar enferma, claro, sino por esas cosas que le daban vueltas, la deuda para venir a Europa, su imposibilidad de encontrar un trabajo mejor.

Se detuvo en el puente del Arenal y se inclinó hacia la Ría inquieta. Permaneció meciéndose al compás de la marea viva y los reflejos verdosos del agua, unos cinco, diez, quince minutos, hasta que una voz gruesa preguntó con mucha educación: Excuse me, do you know where is the Athlantic bar? Lucía detectó un intenso acento británico y, resentida por haber sido interrumpida en medio de sus pensamientos deterministas, buscó enfadada al dueño de la voz, el acento y la educación, encontrándose con un hombre alto, de cabello gris, inmensa sonrisa y un paraguas ridículamente pequeño, quien sin dudar volvió a preguntar por el bar Athlantic ese, obstinado en su inglés, como si le importara un rábano estar en España, frente a una interlocutora con cara sudamericana.

No, no sé, lo siento mucho, respondió con cortesía (y una pronunciación bastante penosa), y empezó a andar presurosa, no vaya a ser. Bastaron tres pasos largos para, mierda, éste me está siguiendo, no se ha enterado que. Él volvió a hablarle, ¿conoces algún otro bar donde pueda tomar una cerveza y comer algo? Joder con el viejo, habría dicho yo, pero Lucía, a esas alturas, estaba ya abducida por el espíritu de la hospitalidad entre extraños y pasó en tres segundos de entristecida mestiza con cistitis y poca tolerancia al fracaso, a conocedora profunda del Casco Viejo y alrededores, como la palma de mi mano y sé de un sitio donde ponen unos pintxos que están increíbles, te puedo llevar hasta allí y dejarte un plano de la zona. Eso sí, en veinte minutos me voy, porque he quedado con una amiga peruana, como yo, y tengo ganas de verla.

Media hora, dos cañas y cualquier sospecha de mala intención diluida, luego de descubrir que el bar Athlantic no existe sino en la imaginación del caballero inglés, como recurso ingenioso para llamar la atención de la chica del puente, que parecía deseosa de convertirse en sirena. O en delfín de dos cabezas, por efecto de la contaminación.

Comentarios

Anónimo dijo…
Bien ahi Angelita!, muy buena entrega. Paz.
Mamá de 2 dijo…
Gracias Eddy. Es un muy importante halago si viene de ti.
PAZ.

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