La maldita primavera

Una vez estuve enamorada profundamente de un chico decente, de buena familia y brillante futuro, el tipo de elegante caballero que las mujeronas rancias suelen llamar “buen partido”. Lo quise tanto, tanto, que llegué a creérmelo: era un buen partido para mí, certeza a primera vista inocente, contenedora, sin embargo, de una construcción social excluyente, cargada de valoraciones basadas en posesión material, casta y antropocentrismo: lo peor de todos los mundos, mala herencia.

Él solía contarme que yo, por referencias, le caía muy mal a la señora del servicio que trabajaba en casa de su abuela. Eso me entristecía, pues temía que la buena mujer se hubiese quedado encantada con la anterior novia del “señorito”, al punto de rechazarme aún sin conocerme. Supuse, por cómo él me hablaba de ella, que se trataba de una empleada antigua y respetada en la familia, con autoridad suficiente para dar su opinión y condicionar las decisiones de los más jóvenes. Aquello me causaba satisfacción, dado que estaba amando a quien no reproducía estúpidas diferencias sociales; a la vez, me preocupaba pensar que podría no ser bien recibida en aquella casa, sin saber la razón.

Llegó el día en que me tocó enfrentar la difícil situación. El chico actuó mal al condicionarme negativamente hacia ella, pues estuve un poco asustada y tuve dudas. Dudar en un momento crítico es peligroso. La vi y no noté en ella la presencia importante que imaginé al hacer mis conjeturas, actuó como cualquier señora del servicio en una familia medianamente clasista: permaneció en la cocina y cuando tuve el impulso de acercarme para darle un beso, se echó un poco para atrás, sólo un poquito, un par de casi imperceptibles centímetros. Noté su incomodidad, que aumentó la mía. Opté por sonreír, conversar de las cuatro tonterías de siempre y pasar al salón, con la familia.

Rato después, a solas, le comenté al buen partido que me habría gustado actuar de otro modo, quizás más segura, acercarme de manera contundente a darle un beso, porque tal vez mi lentitud la ofendió (lo veía lógico: no reaccioné rápido y con naturalidad, quizás eso la hizo sentir menospreciada). Él, mirándome muy serio (como solía hacer cada vez que procedía a darme una lección) me dijo: Nunca se saluda con beso a las personas del servicio, les hace olvidar cuál es su lugar.


Mira qué lindo, tú. Yo, para variar, muda. Es que estaba muy tonta. Ay, el amor.


Un vídeo de la nieta de Violeta Parra -y su banda- que me ha hecho recordar todo lo anteriormente contado:

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