El diente rosa

Me está sangrando un incisivo. Un diente incisivo, la paleta derecha (mi derecha), la roja, la rosa. Lo convencional es que el estrés y la mala vida nos conviertan en criaturas vulnerables al cáncer de hígado o pulmón, anemia, úlceras o venéreas. Pero no, a mí me sangra un diente (de la mala vida que le di, claro está). Y arreglarlo me va a costar, por supuesto, el dinero que no tengo y una serie de angustias, taquicardias, faltas a la familia de ultramar, entre otras.

Mi madre siempre me reñía por esa manía obsesiva de meterme la uña entre diente y encía, cuando el de hueso empezó a crecer. No pude evitarlo, tengo predilección por los “ruiditos”, sobre todo aquellos que me ocasionan algún daño. Quienes me conocen saben de mi fijación por jalarme el cabello: cojo unos cuantos pelos, los retuerzo, me hago cosquillas con las puntas en las yemas de los dedos, una y otra vez. Mi preferencia no es precisamente el tacto, sino el sonido que hace la fricción. Lo escucho estirarse (rif, rif), quebrarse (trac) e incluso romperse (pic) bajo la presión continua de un malévolo gancho formado por el medio, el índice y el pulgar.

Lo mismo sucedía cuando metía mi débil uñita entre la encía y un surquito de mi flamante paleta. Gracias a una destreza rápidamente adquirida (pura práctica), lograba un movimiento uniforme que me permitía armonizar diente, carne y saliva, de modo que un agudo “triquitriquitriqui” me mantenía entretenida minutos interminables, hasta que mamá optaba por el manotazo de rigor.

Para cuando abandoné el hábito, mi diente estaba rosa. Rosado, en peruano. Pocos dentistas supieron explicarme el porqué, pero me quedé con el diagnóstico más convincente, en parte porque no entendí ni un carajo: “Diente astillado”. Cientos de años después, sé que eso se refiere a un diente roto y no era el caso.

Pudo ser peor, un incisivo negro habría sido totalmente desagradable. El rosa, en cambio, ha resultado interesante, motivador de conversaciones, excusa para el diálogo furtivo. Ni siquiera mi ligue más famoso (el único ligue famoso) pudo resistirse a usar la sencilla frase: “Oye, te has manchado con lápiz labial” (¿Por qué tendría que ser lápiz labial? A ver, un poco de lógica, yo no suelo usar lápiz labial, así que ya se podría haber pensado en algo más sensato: sangre, por ejemplo).

Así ha transcurrido mi vida, entre gestos sutilmente femeninos (el pasarse el dedo por los incisivos, para indicar maquillaje en el lugar equivocado), hasta interjecciones imperativas del tipo “¡Límpiate eso!”. Por mucho tiempo perdí la noción de “rareza” y, creo yo, mis amigos lo hicieron conmigo. El diente rosa se convirtió en un rasgo característico, pese a mi conciencia plena frente al espejo de que “la mancha” se hacía más grande y no podría dejarla mucho tiempo así. Sin embargo, era como todo lo que uno aguanta hasta que haya plata: primero, pagar deudas (propias y ajenas); segundo, tetas postizas; tercero, ah, sí, el diente...

Hace pocos meses conocí a un chico que estudia odontología en la Noble Villa. Se quedó impactado por el incisivo rosa y no dudó en afirmar: “Hemorragia”. Le conté de mis infantiles travesuras sonoras y confié durante muchos meses en su capacidad de hacer algo al respecto, pero descubrí que iba a querer cobrarse en carnes y le dejé tirando cintura en un sucio bulevar (hombres de).

Desde entonces, mi preocupación por el diente ha sido íntima, dolorosa y estética: No quiero quedarme sin incisivos, los falsos se notan y apenas puedo jactarme de tener una cara bonita estos días (dada la panza). ¿Perder dentadura a los treinta? ¡Dios no lo permita!

Pero claro, a Dios rogando y con el mazo dando. No he ido al médico en años, aquí sólo he acudido a centros de salud cuando me encontraba enferma al extremo, y en condiciones bastante marginales (ya saben, la inmigración). En Perú siempre opté por destinar dinero a asuntos más importantes, por tanto, mea culpa, no he sido suficientemente atenta conmigo misma en cuestiones de sanidad dental y ahora que me encuentro en el lugar más erróneo y la situación más difícil, pasa esto. Que no es lo peor, claro, pero sí urgente. Urgente, si no quiero que el esmalte siga partiéndose y deje como doloroso resultado todos los nervios dentales al aire y un daño irreparable. ¡Ay, qué agobio! ¡Ay, qué sueño! Pesada de mí...

Comentarios

Ernesto dijo…
Me has hecho recordar que cuando te conocí y desayunamos esa fue una de las primeras cosas que te dije.

Lo que ignoraba es que tu te forzaste eso, ojala que se solucione esto pronto.
Malu dijo…
¡Bah! Yo siempre creí que esos caninos eran un poquito más largos...
;)
Querida mía: ve al médico PERO YA. No escatimes en gastos, si necesitas algo, avisa nomás.
¡Te quiero!
Anónimo dijo…
vaya ni modo pues habra que buscar soluciones

Entradas populares