Para Sophia (o "la crisis de los casi 30")
He estado pensando en unas cuantas tonterías, como que en el bar de la esquina siguen poniendo la música que me gusta y me estoy pasando con las cervezas, sin ser alcohólica, aunque lo peor del vicio no es lo que cuesta sino que engorda. Por cierto, he dejado de fumar y descubrí que mi nuevo “personaje símbolo” de manías otakus es nada menos que la atractiva Misato Katsuragi, por unas cuantas coincidencias contundentes:
- Tiene 29 años.
- Es económica y laboralmente independiente.
- Es buena profesional, en su especialidad.
- Es hermosa (modestia aparte, aunque no comparto su voluptuosidad, yo soy del tipo “planita”).
- Cena cerveza.
- Tiene una extraña tendencia a fijarse en chicos menores que ella.
- El Complejo de Electra (por un padre muerto, por supuesto) no le ayuda mucho a consolidar relaciones con hombres mayores que ella.
- Tiene espasmos de inmadurez que la meten en más de un lío.
- Casi siempre está riendo.
- Es depresiva.
Sólo me falta una mascota, un amante pasional y ganar suficiente dinero para pagar un mini apartamento. Sin embargo, veo que si las cosas siguen así, no podré…
Por cierto, yo soy ésta:
El gran jefe suele cantarme una canción repetida y cansona, que va algo así: “Es queeeee contigo la verdad es que no se sabe qué va a pasar y no generas sensación de seguridad”. Sé que lo dice porque padece de incontinente honestidad, pero a veces peca de ligero.
Y es que no soy inestable, aunque acepto que durante los últimos meses he dado esa imagen en determinados entornos, sobre todo en aquellos relacionados con personas que han ejercido algún tipo de presión sobre mí, para condicionar mis decisiones. No niego, sin embargo, que fue culpa mía la primera mala elección, pero no por eso estoy apestada, ni soy “un riesgo”.
Conversé con una buena amiga de Pamplona hace un par de meses, cuando apenas había renunciado a mi trabajo y la exjefa me dijo que, al “contratarme”, sabía que yo en algún momento querría irme a mi país y no me importaría dejarla tirada.
Ante ese comentario y mi estúpida tendencia a sentirme culpable por todo, mi colega respondió: “No creas eso, no pienses eso. Cualquier persona, española o extranjera, puede dejar un trabajo por diversos motivos. Y tú eres como cualquier otro ser humano, con esa misma libertad, vengas de donde vengas”.
Hasta ese momento no se me había ocurrido pensarlo así y tal reflexión me ayudó a descubrir una serie de posturas generalizadas, acerca de contrataciones y relaciones laborales entre nacionales y extranjeros. Quiero destacar aquí una actitud por demás insana, que consiste en creer y hacer creer al empleado que al otorgársele un puesto de trabajo se le está haciendo un favor. A eso habría que sumarle un detalle importante (y detonante): si el contratado se encuentra en una situación “difícil”, que implica riesgo de discriminación, la autopercepción del contratante llegará a rozar con la magnanimidad.
Da igual en qué circunstancias me fui, los motivos que me llevaron a tomar esa decisión y lo que ocurrió después. El asunto es que me atreví a romper una relación que me hacía daño, no sólo emocionalmente, sino también moral y económicamente. A los 29 años, con una carrera bien hecha y un puto master de los cojones, no se puede andar de “practicante” por la vida, ganando 500 soles mensuales (en equivalente valorativo y pagando alquiler, comida y remesa) y currando incluso sábados, si fuera necesario, gracias a una ventajosa condición inicial “sugerida” por la empresa, de palabra, claro, todo de palabra…
No podría afirmar que hubo mala fe, pero así como se desliza la serpiente de la caridad en estas relaciones entre “superior e inferior”, también se ha de colar la conveniencia. ¿Por qué no? En tanto seres humanos, tenemos todo el equipamiento necesario para obrar mal. De modo que un día me cansé de que me traten como inmigrante y de tener miedo a no tener un duro, pasé por alto cualquier compromiso y gratitud, y aquí me tienen, reivindicada, libre y sin un duro, pero con trabajo y posibilidades.
Sin embargo, sigo cansada de que me traten como inmigrante, por ello estoy pensando seriamente en volver a casa cuando termine algunos encargos providenciales, que no han dejado de salir.
Esta mañana, conversando con una compañera de la oficina, me oí decir lo siguiente: “El gran jefe insiste en que yo debería hacer “lo que sea” para quedarme. “Lo que sea” implica trabajar en cualquier cosa. Cualquier cosa incluye limpiar casas y culitos. Hace un año y medio limpié casas y culitos, esos trabajos fueron una bendición. Sin embargo, luego de acabar el master, vivir lo que he vivido, gastar lo que he gastado y ver cómo mis compañeros del master consiguen buenos trabajos y yo tengo que agradecer migajas por “mi condición de inmigrante”, pues… No, cariño, no voy volver a limpiar casas ni culitos bilbaínos”.
Quiero dejar algo claro: no menosprecio la hostelería, ni el cuidado de personas. Necesidad es necesidad y se me dan bien los niños y los viejitos. Claro, de mejor ánimo haría estas cosas en el UK o en Alemania, pues me pagarían tres veces más que aquí y, en compensación, practicaría inglés y/o aprendería alemán.
Pero en Bilbao, me niego. Y si esto es soberbia, que se me castigue por ello, pero me niego… Por ahora, a saber si luego me toca hacer cura de humildad…
Entonces bien, ¿qué quiero? Quiero vivir en un sitio pequeñito, pequeñito, donde nadie me ponga carteles –con faltas de ortografía- si no lavo los platos de la cena. Quiero no tener que compartir mi habitación con un taller de joyería ni soportar a inquilinas con neurosis varias. Me gustaría, en verdad, tener un sitio que pueda decorar a gusto, con un tocadiscos de aguja, un librero y un sofá remendado de Emaús. Y una gata, quiero una gata. Y, si no es mucho pedir, un compañero. Sí, un compañero, ¿por qué no? Quiero lo que quiere cualquier ser humano, lo que querría el negro que vende discos pirateados en la esquina, y conseguiría si pudiera permitírselo, aunque los blancos piensen que “las personas más sencillas y buenas se conforman con poco”. Ay, qué poco saben los blancos…
De todas maneras, y como primer paso, debo intentar salir de este círculo vicioso que ni siquiera consiguen comprender las personas más cercanas. No llegan a pensar, por ejemplo, que si alguien me dice: “quédate conmigo, te quiero”, yo podría buscar la forma de. No pueden imaginarse que si consigo un trabajo interesante, con un sueldo decente, podré pagar ese lugar chiquito, con los discos y la gata. No, y pocos están dispuestos a proporcionarme oportunidades (que incluyan invertir en trámites administrativos para un contrato de trabajo, más un sueldo justo) o amor “en serio”, porque no doy “imagen de estabilidad”, porque conmigo nunca se sabe, porque esto y aquello.
¡Y una mierda!
Entonces, ¿qué puedo hacer yo? Pues, por lo pronto, imaginar que ese lugar existe precisamente donde estoy, que es mis cinco metros cuadrados, y esperar el momento en que pueda dar un respiro de alivio, caer rendida en un sillón y decir: por fin en casa, la casita que puede estar justo al lado de donde vive mi madre, en la cima del Huascarán, en Huancavelica, Cusco o el Pirineo francés, qué más da.
El caracol ha aprendido a llevar consigo su propia estabilidad. El caracol está aprendiendo a estar solo (salvo, por supuesto, la gata).
Algunas personas nacimos con este sino, y es que ser un “culo inquieto”, sin dinero y con responsabilidades, como que no pega mucho, no va…
En fin. Pufff, por fin ha salido. Por fin.
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