Discriminación moral


Luego de varias conversaciones con Lucía, tarde por la escalera, sabemos que existe un tipo de discriminación (entre otros tantos) que no hace daños psicosomáticos evaluables y a todos nos parece un actuar muy lógico, hasta que el marido de la Bruni pretende institucionalizarlo y es cuando los gobiernos europeos pseudo progresistas elevan el grito al cielo y la población local más concienciada sale a las calles a manifestar.

Sin embargo, en el ámbito personal, el día a día de toda la vida, las actitudes comunes que promueven y legitimizan este tipo de comportamiento (e ideología colectiva) no despiertan alarma alguna, sino por el contrario, pasan a formar parte del creciente compendio de indicadores del amplio nivel de apertura política y social de esta sociedad vasca cooperante a la que hemos venido a parar.

Lucía no tuvo manera de enterarse la primera vez que estuvo aquí. Era demasiado joven y no tenía mayores propósitos libertarios que aprovechar la oportunidad de hacer un año de universidad en Pamplona y volver para trabajar en Sullana, toda feliz de la vida. Que el proceso trajera beca de por medio y que sus padres le ayudaran con los gastos también consolidó aquella experiencia como lo que fue: una especie de erasmus intercontinental, vivencia de chiquilla dependiente, sin más.

Esta vez, en cambio, ha sido muy diferente. Y no se trata de repasar los motivos que nos trajeron aquí, sino la buena (y terca) voluntad de hacerlo a como diera lugar, sin escatimar en consecuencias. Montarse un cronograma, hacerse de un presupuesto con sablazos a diestra y siniestra (es una bendición tener amigos) y a gestionarse, paso a paso, el derecho a salir del país en un vuelo trasatlántico y llegar a Madrid con total naturalidad.

Pues bien, Lucía, hoy, sabe que lo único “no natural” para una persona de su condición es el costo del pasaje, pero entiende esos cambios de espacio y hemisferio como una facultad de cualquier ser humano y ¿por qué no iba a ser así? Desde allá, en cambio, se percibe demasiado difícil, demasiado improbable, demasiado lejano.

La emoción del tercer pequeño triunfo, llamado “VISADO DE ESTUDIOS” (el primero fue la admisión al master, el segundo, conseguir financiación), nos hizo sentir por algunos días como las amas del universo. Además, los 27 tacos encima sumados a oportuna experiencia laboral, de vida y de viajes, ofrecieron a este dúo de inconscientes suficiente seguridad para, con una importantísima convicción: “No es que me crea capaz de enfrentar lo que venga, sino que, capaz o no, VOY A TENER QUE HACERLO, PORQUE NO TENGO OTRA OPCIÓN”.

Entonces, tragando saliva, orgullo y miramientos varios, nos dispusimos a limpiar culitos de todas las edades, tamaños y diseños, en tanto terminábamos el master, convencidas de que una vez obtenido el título, tal vez podría irnos mejor.

Aquí viene el punto de quiebre, motivo por el cual empezamos hablando de un tipo de discriminación. Lucía y yo pertenecemos a un grupo paradójicamente vulnerable:

Somos extranjeras, provenientes de uno de tantos países cuyos índices de Desarrollo Humano y Producto Interno Bruto se encuentran por debajo de la media mundial. Desde 1950 o así, la Comunidad de Naciones (hoy por hoy, Naciones Unidas) tuvo a bien calificar al bloquecito desfavorecido como “Tercer Mundo”. A estas alturas y luego de una serie de reivindicaciones sociales (promovidas por europeos dedicados a la Ayuda Humanitaria y la Cooperación al Desarrollo), suele utilizarse el eufemístico “Países del Sur”.

Entonces, somos extranjeras del Sur, por tanto la idiosincrasia pública nos define “inmigrantes”, error in terminis, puesto que “inmigrante” es un adjetivo sustantivado derivado del verbo “migrar”, que significa para los seres humanos, parafraseando a la RAE, la acción de desplazar la residencia de un lugar a otro. La nómada es una emigrante para los colegas sedentarios que deja atrás y es inmigrante para los que se encuentra allí donde llega.

Sin embargo, la acción de migrar termina cuando el viajero establece su residencia, da igual si ésta es temporal. La condición de migrante no es esencial, pero sí lo es la de extranjero, reduciendo ésta al sólo hecho de haber nacido en otro país. El marido colombiano de mi jefa no es inmigrante. Emigró de Colombia, sí, pero ahora vive en Bilbao. Es extranjero, sin más. Lo mismo sucede con la esposa salvadoreña de nuestro jefe voluntario.

Pero es igual lo que digas, Lucía, ya se ha inventado toda una gama de nueva terminología a este tema y da un poco de asco saber que una amerindia como tú es inmigrante, pero tu amiga Alice, la alemana de raíces polacas, extranjera. No entremos en el tema.

La corrupción de significados nos sitúa, de entrada, en una situación desfavorable. A saber: los inmigrantes debemos regir nuestras vidas por una serie de normas ad hoc que tienen dos objetivos bien definidos:

  • Que la administración pública tenga un control más o menos estricto de nuestro número, edad, país de procedencia, intenciones, estados de cuenta, etc.
  • Que el gobierno pueda denegarnos prórrogas de permiso o imponernos orden de expulsión si no cumplimos una serie de requisitos civiles y económicos (estos últimos, sobre todo).

Por tanto, somos inmigrantes y, detalle importante, se nos ha otorgado, a fin de que nuestra permanencia aquí sea legal, un bonito permiso de estudiante.

¿Qué implica esto? Pues es sencillo: que el motivo, fin último, razón de ser de tu presencia en este lugar es estudiar. Y los estudiantes del Sur somos totalmente bienvenidos aquí y en todo Europa (pregunta a Zarkosi), porque nuestro permiso de residencia es limitado y depende de nuestro poder adquisitivo.

Lo del permiso corto se entiende claramente: los procesos de formación duran entre uno y dos años y los aspirantes a un título de master venidos del Sur somos, por lo general, gente con cierta experiencia laboral y una rutina establecida en nuestros países, raíces y demás. En España, sin embargo, el sistema educativo superior, confabulado con el subnormal que establece las políticas generales de contratación, hace imprescindible que los universitarios recién graduados extiendan su periodo formativo. Así alargan la entrada de masas al mundo laboral –y demanda de empleo- y nadie descubre la mala administración económica del país, vaya.

Eso explica, mi querida Lucía, por qué las únicas que teníamos experiencia de trabajo calificado y de verdad en el curso (es decir, de ese que sirve para pagar el piso y la comida) éramos el grupo de latinas y alguna más. Habría sido diferente si, por ejemplo, hacíamos un postgrado de formación para profesionales en actividad, esos de fines de semana, como en Perú. En fin.

Me sitúo, me sitúo. Es casi un hecho confirmado que los estudiantes nos quedaremos poco tiempo por aquí. Luego está el dinero. De entrada, en el consulado español correspondiente, establecen un bonito número de cinco cifras en moneda estadounidense como mínimo indispensable en tu cuenta bancaria para concederte el visado. Afortunadamente, no son muy buenos sabuesos a la hora de rastrear el origen de los fondos.

Así, con una cuenta inflada (gracias Alice, Manolo, Indira y demás) y el flamante sello multicolor, te subes en un avión y tras un vuelo de 12 horas descubres que con permiso de estudiante:

  • No puedes trabajar más de media jornada y sólo si estás matriculado en un curso oficial o de título homologable. Esto, como lógico y menos malo. Está clarísimo que no se puede estudiar y trabajar a la vez, no, señor. Además, ¿para qué necesitas trabajar? ¿No tienes acaso un número de cinco cifras en tu cuenta bancaria?
  • No puedes acceder a cobertura de la seguridad social, pues no existe un espacio administrativo que cubra a estudiantes. Es curioso, pero un extranjero sin papeles puede acceder a un proceso llamado “universalización”, mediante el cual le asignan médico y acceso a medicinas. Sólo debe presentar certificado de empadronamiento. Un estudiante, no. La respuesta me la dio hace pocos meses una funcionaria madrileña del consulado español en Lima: “¿Por qué necesitan los estudiantes seguridad social? Quien se va a estudiar a Europa va con beca o tiene dinero, eso se da por hecho y así debe ser”.

He aquí la primera falacia discriminadora: Si podemos darnos el lujo de venir a estudiar a Europa, ha de ser porque nuestros padres están forrados en plata”.

Lucía, tú y yo somos inmigrantes con permiso de estudiante y venimos del Sur, por tanto debemos atenernos a unas leyes que nos asumen como hijas de familias ricas, que no tenemos necesidad de trabajar, ni de acceder a la seguridad social.

Pues bien, estamos sujetas a normas que no son justas para nuestro caso particular: no tenemos dinero, nuestras familias no nos mantienen (es más, nosotras llevamos varios años aportando dinero a la casa) y, para colmo, necesitamos trabajar, porque estamos acostumbradas y queremos hacerlo y porque devolvimos parte del número de cinco cifras una vez concedido el visado y los seres humanos solemos comer y demás huevadas. Culpa nuestra, sí. ¿Alguien nos ha preguntado por qué lo hicimos? ¿No está clarísimo? No, ya veo que no. Venga, hemos engañado a la administración pública y eso ha de ser más grave que moler a patadas a un diller minorista marroquí. Ay, perdón, es que si lo hace la policía está bien, ¿verdad? Vale.

La segunda falacia discriminadora es eso que las personas locales suelen decir con un suspiro de orgullo (y no les culpo, que yo hago lo mismo respecto a Perú): “Vienen aquí para aprender y luego volverán y ayudarán a desarrollar sus países”.

Y una mierda, sí. Es una lástima, pero algunos postgrados con afanes internacionalistas parecen haber asumido este principio como norma y acogen alumnos multiétnicos con la clara intención de. Dicho a lo bestia: ¿Ya te graduaste? Bien. Que tengas buen viaje de vuelta a tu casa, donde debes estar. Lo hemos notado en la deficiente integración de estudiantes extranjeros (Sur) en los procesos de inserción laboral generados desde las coordinaciones, redes de contactos y recomendaciones. Pero en fin, cosas del “sistema”, prefiero seguir estoica al respecto.

Salvando las enormes distancias, recuerdo que la fijación de Valentino Achak Deng era poder entrar a la universidad. Él, de niño, debió huir de la guerra civil en Sudán y crecer en campos de refugiados. Aprendió mucho de cada persona que se cruzó en su camino y estos testimonios han quedado novelados para la posteridad. El sudanés se queja constantemente de la vida en Estados Unidos. Él debió escoger cuando por fin tuvo oportunidad de hacerlo y decidió subirse a un avión.

Según lo que pude comprender y empatizar, él no volvería a Sudán para establecerse en el gobierno y dirigir el país apropiadamente, gracias a los principios aprendidos en el mundo occidental (propuesta que alguna vez leí de un africanista europeo ligado al PNUD, gracias a lo cual casi recupero manías bulímicas de antaño), sino que se reuniría con su familia, en el pueblo donde nació, cuando tuviera algo que ofrecerles.

La riqueza de Achak es la suma de sus vivencias, no sólo su título universitario en U.S.A....

Pero la administración no nos pregunta qué queremos. La seguridad social no nos pregunta qué queremos. Los viejecitos que se nos quedan mirando fijamente por la calle no nos preguntan qué queremos. Alan García y sus propuestas de repatriación gratuita (financiadas por el gobierno español) no nos pregunta qué queremos. La coordinación del master no nos preguntó qué queríamos. Sarkozi no nos pregunta qué queremos. Nadie, ningún hacedor de leyes favorables o desfavorables a nosotros nos pregunta qué queremos…

¿Y qué quieres tú, Lucía? ¿Lo sabes?

Sí. Sí lo sé, pero te lo diré al oído. O a Erika, esa noche de luna imaginaria, o a Alejandro, cuando lo encuentre. O a mi mamá, si me deja hablar a mí la próxima vez que le llame por teléfono. O a Zigor, algún fin de semana. O a Ernesto, aunque él ya lo sabe bien.

Entonces, eso, sobrevivamos a nuestra privilegiada situación legal de estudiantes inmigrantes pobres (según ingreso bruto mensual), sin matrícula activa en un curso oficial u homologable (quién diría que existen situaciones en las que es mejor no graduarse), por tanto, sin posibilidad de tramitar un permiso de trabajo legal (y las prácticas no son eternas). A ver qué pasa el semestre que viene, si una admisión interesante y una beca, si algo bueno en Perú o Canarias, mientras los círculos cierran. Por el momento, todo bien. Tenemos muchísimo trabajo y aquí estamos, entreteniéndonos.

Desconecto.

Comentarios

Ernesto dijo…
Burocracia... querida burocracia y reglas absurdas, bueno... los ricos tambien lloran (http://spanish.martinvarsavsky.net/general/%c2%a1%c2%a1%c2%a1arroz-con-leche-nos-podemos-casar.html ) solo que al menos ellos se pueden arreglar el problema.

Se lo que quieres, la cosa es lograrlo y hacer el recorrido y que no se nos deje en el partidor sin avanzar.... adelante!!!

Dile a Lucia que ya conversamos.

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