Al otro lado de la Ría

Afanes de cocina a último minuto, pan de supermercado e insumos varios vencidos hace rato. Subimos los trescientos escalones desiguales y el parque Echevarría no huele a carreras matinales rumbo a la oficina, ni a esa tarde de verano, hace algunos milenios, cuando la princesa tatuada, el bufón del rey y la tortícolis del marqués.

Huele, no sé cómo explicártelo, a hierba renegada creciendo pese a y picnic de sábado por la noche, rechazando llamadas y ofertas de bar. El vino lo tenemos con nos, y copas de cristal (rompiste una), y fruta fresca que compré por la mañana, en la tienda de al lado.

Este es el mismo lugar que nos agrupó, querida, hace más de un año. La ciudad de nuestros desencuentros, mi carácter huidizo en épocas de enfermedad y tu dulzura tímida. Ambas nos escondíamos, sin embargo, sabíamos: si cruzo el puente, allí está.

Y decidiste decirme bajo esa luna imaginaria: Angela, me voy de aquí.

En tanto a mí, entre tantas cosas, decirte que evito mirar al otro lado de la Ría porque tú ya no y te agradezco haber cambiado mis colores del parque Echevarría.

Te quiero.

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