Libertad


Mi querida Lucía,

Estuve dando vueltas anoche a lo que me preguntaste antes de irte a dormir. Lo pensé y casi podría decirte que soñé con ello, pero no, mentiría. Soñé sucesos extraños y gente híbrida, entre conocida y desconocida. También vi un paraguas lila, lluvia y postración.

Da igual, los sueños son sólo eso.

Repasé, palabra por palabra, la sensación descrita: un vacío sin sentido en el estómago, que se extiende a tu garganta, tus manos, tus pies. Que pasa por tu cabecita haciéndose el que no, y reclama atención cada vez que vas al baño o sales a dar una vuelta por ese barrio que, lo sabes, no es tuyo, aunque a estas alturas seas ya una vecina usual por ahí.

Me contaste que conocías una respiración distinta, pausada. Palabras, mentiras sin intención. Que te apetecía ponerte a disposición de eso que te empeñas en llamar “destino”, pues te cura, a veces, la soledad. Hablabas de un culito escurridizo que te gustaría morder con cariño, y mirar por mirar, sin moverte, sin decir una sola palabra que le dé vida y entonces deba irse, porque no es lo que quieres.

Podrías bailar como las aves o los patos heridos, torpe y feliz, feliz e inconsciente, pues te ayuda a sobrevivir. Sin darte cuenta, ha pasado un día más. Y otro. Y otro. Así, cada mañana, debes armar el rompecabezas de ayer, revisar los apuntes que han abandonado desordenados en tu escritorio, darles sentido, recordar.

¿Recordar, Lucía?

Recordar, dijiste, sí. Lo tengo aquí, apuntado, porque yo también he aprendido a traspapelar a conciencia y sin ganas de mover el cuello, para mirar qué sucedió atrás, o qué sucede en este momento al otro lado de mi ventana, o qué estará pasando en el bar de al lado. Pareciera que el amor, esa virtud que convierte el afecto en eterno presente, se nos hubiera quedado olvidado en la bodega de algún avión, o en los casilleros del aeropuerto más lejano. El amor y nuestra memoria a corto plazo, cariño.

Me preguntaste quién eres y te dije: “eres Lucía”. Entonces, ¿quién es Lucía? Lucía eres tú, te contesté. Querías un ancla, una identidad. ¿Con qué te sientes identificada entonces? Te da igual lo que sientas, has sentido demasiado y hoy estás más extraviada que hace tres años, siendo mayor, más culta, más llena de experiencia, más mujer.

¿Qué te ancla, mi Lucía? El amor. ¿A quién ama Lucía? También te da igual, me dices. Amas y dejas de amar como emigran las aves. Aprietas tus manos, escondes la cara tras tu cabello, entre tus hombros recogidos. Te acurrucas más en tu rincón y sonríes con tristeza, saboreando el dolor y la incertidumbre, que te hacen tan feliz.

¿Te ancla el amor? Sí. Pero no el que tú sientes, sino un tipo de amor único, infranqueable, al que casi nunca atiendes y, pese a ello, sigue allí…

Tu mamá, Lucía. Estabas pensando en tu mamá. La mujer. La que convoca. El hogar.

¡Qué barbaridad, Lucía! ¡Tú, una mujer de mundo, deseando estar con tu mamá! ¡Tú, a tu edad! ¡Tú, tal y cual! ¿Aún no has roto el cordón umbilical? Te preguntarán. ¿Aún conservas traumas que no has superado? No lo creo.

¿Qué pasa entonces, mi niña? Muy simple, me explicas: es el único lugar donde sabes que puedes volver triunfante, o con el rabo entre las piernas. Da igual. Siempre habrá algo de comida, estirando el presupuesto. Siempre habrá familia antipática, queriendo opinar sobre tu vida. Siempre habrán paredes despintadas, goteras, habitaciones sin puerta, bicicletas sin ruedas, gallinas, pollitos, sermones sobre decencia y buen hacer. Pero ya no eres una adolescente, me dices. Ya has aprendido a ver el amor tras los reproches, las acciones buenas ocultas tras quejas de abandono.

Ahí, relatas, no interesa tu falta de identidad. No interesa si eres de derecha o izquierda, si luces más o menos indígena, si eres totalmente chola, si tu apellido no tiene clase, si tu padre no fue catedrático, si bailas salsa y nunca aprendiste marinera, si no tienes suficiente dinero, si se te durmieron la filantropía y las ganas de tirar libremente, si ladras bien el inglés, si te dio el autismo, si tienes panza, si te duele el pecho, si hablas con tus amigas dando alaridos de alegría, si hace sol y no te apetece ir a dar una vuelta, si llueve y te provocó salir a andar, si el rock te hizo doler la cabeza, si no eres extranjera del Norte, si eres inmigrante del Sur, si no estás suficientemente jodida, si te sientes estúpidamente satisfecha, si subiste tres kilos, si tus zapatos tienen agujeros, si se te cae el cabello, si la soledad te aburre, si la juerga también, si te gusta la trova, si no te apasiona la política, si Humala te cae mal, si García también, si las bravuconadas de Chávez te deprimen, si el Pastor Alemán te la suda, si el Rey está cenil, si no soportas la degeneración del sandinismo, si no usas camisetas del Ché, si has estudiado en universidad del Opus, si tienes amigas israelíes, si tienes amigos de Peace Corp, si no aguantas más el individualismo, ni la moda ideológica adoptada desde una posición privilegiada, si sigues siendo feliz en tu rincón (pseudo artista en concentración, favor de no molestar).

Y te preguntas, y te respondes, y sabes que eres libre cuando escoges a quién escuchar, cuando cierras tus oídos a voluntad, decides callar, decides observar, evitar ser notada, evitar ser juzgada. Escoges, por fin, tener un ancla. Sabes quién eres, sabes por qué eres hoy (mañana, ya lo averiguarás), sabes lo que tienes que hacer.

Por fin Lucía, aunque sigas revoloteando, aunque no se te note claramente la identidad en el color, la experiencia o la forma de hablar, por fin sabes de dónde vienes y, con esto, para dónde vas.

Comentarios

EmPapeLada dijo…
Peruana? En Bilbao? No lo puedo creer!!!!!Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, no sabes CÓMO TE ENVIDIO, wow!!!!!! Tengo que seguir leyéndote pero mi hermana me bota de la PC y bueno, cuídate mucho, encontré de milagro tu blog. Agur!

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