El niño del martillo



Esto ocurrió en Italia, hace un par de años. Se trataba de una barbacoa entre amigos de toda la vida de mi compañero. Ana y yo fuimos con él. La nena tenía 8 meses de nacida.

Todo transcurrió con cierta normalidad, muchos humanos pequeños, dos bebés de la misma edad, y un niño especialmente inquieto, de tres años o poco más, a quienes los adultos prestaban especial atención y celebraban las gracias. A mí no me gustaba porque le vi, varias veces, coger un cuchillo de la mesa y salir corriendo, la madre detrás, para quitárselo, el crío tirado en el suelo, pataleando a gritos por el cuchillo perdido, el padre echándole la bronca a la madre “por la brusquedad”.

Mi arraigo cultural, a vista del europeo promedio, está lleno de creencias mágico-religiosas inútiles, sobreprotección irracional y excesiva preocupación por el “qué dirán”. Bajo este prejuicio, resulta difícil que mi punto de vista tenga algún valor reflexivo, da igual cuánto me explique o cómo respalde mi posición. Lo cierto es que, muchas, muchísimas veces, me siento previamente cancelada y prefiero, aunque duela, callar. 

Respecto a los niños, algo tengo claro: en cuanto dejan de ser bebés (por tanto, instinto y sensaciones), deben empezar a comprender que sus deseos no están siempre por encima de los demás. Las personas que les amamos y protegemos también tenemos necesidades: ir al baño, por ejemplo. Comer. Reír. Llorar. En teoría, los niños muy pequeños son capaces de empatizar. 

Así como comprenden, son especialistas en el juego de “pulsar para ver hasta dónde aguanta la materia”. Lo hacen todo el tiempo. Experimentan diferentes reacciones y, según la personalidad de cada uno, obtienen y valoran el aprendizaje. Reconocer que algo molesta a alguien es un aprendizaje. Lo veo con mi hija de casi tres años. Tiene claro qué me molesta y qué me alegra. Maneja el tono de su voz y sus expresiones para conmoverme. No es teatro, son ejercicios de comunicación. Y es genial que sea así. 

Pero, tras lo dicho, aseguro, con plena convicción, que pueden darse cuenta cuando algo hace daño a otros. Quizás no son capaces de entender el nivel de daño, las consecuencias o el dolor. Pero lo intuyen y, si están llevando un desarrollo sano y no han debido normalizar conductas violentas, dejan de dañar. 

Al segundo intento de coger el cuchillo, el niño aquél sabía que su madre entraría en pánico. Por otro lado, ¿por qué un niño querría llevarse un cuchillo de la mesa y correr con él por el jardín? Luego, el enfrentamiento entre papá y mamá, frente a todos. El no estar de acuerdo sobre cómo sobrellevar tal o cual situación, el no ser siquiera capaces de mostrarse cómplices frente al niño y los amigos y el mundo entero. He aquí otra característica de mi arraigo cultural mágico-religioso latinoamericano: la "hipocresía" social. Vaya, es que por todas partes tengo las de perder.

Cervezas y cantidades indecentes de carne y embutidos, Ana cansada, dormida en una sillita de playa, a un costado del bullicio. De pronto, nuevos gritos y otra vez, corriendo, el mocoso, ahora blandiendo un martillo de acero. ¿De dónde sacó un martillo? ¿Quién le dio un martillo? ¿Cómo es que dejan que un niño de tres años corra entre la gente con ese martillo? Mamá se lo quiere quitar, pero papá la regaña. No es bueno ser bruscos, además, eventualmente, el pequeño tendrá que aprender a usar herramientas.

Me empiezo a enojar. Pienso: señor padre, coja unos clavos, busque tablas de madera, llévese a su hijo a un rincón y enséñele a usar el re-maldito martillo. Usted lo ha dicho: usar herramientas. El martillo es para clavar clavos, no para blandirse corriendo entre la gente, entre otros niños jugando. ¡Vamos, que te dejes de huevadas, pasmarote de mierda!

De pronto, el mocoso hace contacto visual conmigo, deja de correr, coloca sus manitas detrás (sosteniendo el martillo, por supuesto) y pasa justo al lado de mi hija, la mira, dice: ¡Oh, la bebé duerme! Sonríe de una manera extraña y sigue andando. Silencio. Corre otra vez, en círculo, llega nuevamente a la silla, lo mismo. Su madre grita: ¡Ten cuidado con la niña! Él responde, con la misma sonrisa espeluznante: ¡No le voy a hacer daño! Llega hasta un ángulo de la silla, da suaves martillazos en ella, me mira, ríe y vuelve a correr. Regresa. Y antes que esté suficientemente cerca, cargo a mi hija y me voy.

Para todos los presentes, exageré. La abuela paterna se burló de mí, dejándome claro que “los niños no hacen daño”. Gaslighting. Llegué a sentirme avergonzada. Me preguntaba, todo el tiempo, por qué nadie dijo nada. “Usar herramientas”, sí, hombre, ya.

Por suerte, pude escribir a dos amigas, una francesa y una peruana, que lleva años viviendo en España. Ambas tienen hijos europeos, criados en contextos europeos. Mi principal preocupación, por supuesto: si había interpretado mal una conducta europea habitual y promovido un intervencionismo maleducado entre gente civilizada. Porque, claro, los niños son naturalmente buenos, incluso cuando corren como locos blandiendo martillos, y si los adultos nos metemos, probablemente sólo empeoraremos la situación.

La francesa me dijo que ella misma habría quitado el martillo al niño y mandado al infierno a sus padres. La peruana, que no tenía ninguna obligación de aguantar.  

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