Des-categorizar
Tengo una
hija de dos años y cuatro meses. Se llama Ana. Es lo más inmenso de mi vida. Gracias a ella, río hasta las lágrimas, incluso las veces en que la
mandaría a freír monos. Tiene carácter fuerte. Me gusta. Pero debo controlarme
siempre para no denigrarla cuando se obstina con algo que a mí me parece mal. Quizás
el objeto de su deseo, en ese momento, no sea lo más conveniente. En eso, creo,
todas las mamás de algún niño o niña de esa edad podemos estar de acuerdo, pasa
a menudo. Sin embargo, y lo sé ahora, no sé corregir sin categorizar.
Crecí creyendo
ser una especie de niña “superdotada”, por mis calificaciones escolares, pero
también poseedora de un carácter malo. “Te traerá muchas desgracias”,
sentenciaba mi madre, una y otra vez. “Así nadie te va a querer”, agregaba la
multitud de tíos; “salió al padre, pues”, concluía mi abuela materna.
El único
que nunca catalogó mi carácter endemoniado fue, por supuesto, papá. Ambos
tuvimos siempre los mismos exabruptos (los aprendí de él). Intentó ejercer
control para ahorrarme malos ratos, pero sólo consiguió que callara la rabia
por varios días y la soltara toda de golpe, sin pensar. Pretender ser quien no
eres, sólo para tranquilizar a los demás, nunca ha sido una buena práctica.
Tengo, por tanto, un carácter terrible, pero soy incapaz de cortar en seco y desde el
principio a quien me está mortificando, sobre todo en el ámbito laboral
(herencia, quizás, de una conducta “impecable” en el colegio, por obligación). Con los años,
admito que he aprendido a ser más oportuna y clara al expresar mis deseos y
exponer mis decisiones. Pero aún hay mucho que des-aprender.
Entonces, mi niña, que no mide un metro, lanza un sonoro “¡no!” y me quedo
fría. Lo automático es: pellizcar y/o dar un palmazo en las nalgas y/o pegar un
grito. Pego el grito, ¡ahí te quedas, pues! ¡Ya me avisarás cuando se te antoje!
¡Entonces me voy sin ti! Y me alejo para bajar el calentón.
Quienes estamos
programados para criar pegando (porque nos pegaron), sólo tenemos dos posibles reacciones iniciales: 1) damos el golpe o 2) no lo damos, pero nos lo aguantamos. Dar el golpe desfoga y lleva, poco a poco, a la normalización de ese acto de violencia. Aguantarlo, en cambio, genera conflictos internos. ¿Por qué aguantar? Porque, de momento, no hay más. Tener más posibilidades implica haber pasado por un proceso racional que cuesta mucho. Se trata de
cuestionar el modo en que nos criaron. A los 35 años y con una hija, desaparece
esa capacidad adolescente de juzgar a los padres sin compasión. Es diferente.
Duele.
Estoy entrenando
para no insultar ni desacreditar. Ana no tiene mal carácter, ni es nerviosa
(como ya algún pariente ha empezado a decir). Ana es Ana. Dichosa ella que puede
negarse a hacer algo que no desea hacer, sin cargo de conciencia, sin miedo a
quedar mal, sin sentirse comprometida a complacer. Y me vuelve loca, lo admito.
No estoy acostumbrada a sentir frustración y mi perfeccionismo se me atasca en
la garganta cuando la nena decide que quiere ir al parque con la camiseta más
vieja y manchada que tiene, sin poder humano que pueda convencerla de lo
contrario.
Mi
compañero, en cambio, lleva todo esto de mejor humor y va por ahí con su
pequeña y maravillosa harapienta, bien orgulloso y feliz.
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