Una cooperante en la luna de Antigua
Con el tiempo me he dado cuenta que, pese al esfuerzo, me es
imposible liberarme de prejuicios o, en todo caso, de actitudes defensivas
frente a determinadas posturas ya ni siquiera contrarias, sino diferentes.
Hago el ejercicio de respetar, al menos callando, y luego me
obligo a reflexionar sobre la reacción que contuve y aquello que preferí no
decir. Muchas veces llego a dos conclusiones un tanto dolorosas: la primera,
sigo siendo tan visceral como a los 20 años, por lo tanto, ésta ya no es una
característica de juventud, sino pura y dura forma de ser. La segunda, a pesar
de lo visceral, me cuesta mucho decir algo si adivino que podría generar una
discusión interminable. Como consecuencia, la mayor parte del tiempo me quedo muda
y ardida, hasta que toca explotar y ahí sí cae quien cae, aunque sea inocente (ejemplo: tú que estás leyendo este post).
Triste, vergonzoso y cierto.
Le he dado vuelta a todo esto porque, hace dos meses,
escuché a una joven –e inexperta- cooperante europea comentar a mi compañero una posible designación a Guatemala. Estaba interesada, sobre todo, en
aquella leyenda urbana acerca de la violencia social generalizada y el alto
riesgo que esto significa para las mujeres extranjeras.
Mi compañero, que tiende a no darle mayor importancia al
asunto (es sarcasmo), empezó por relatar las normativas de seguridad que las
organizaciones internacionales aplican a sus funcionarios, desde el respeto a
horarios específicos, prohibiciones de uso de transporte público y zonificación
de áreas habitables, hasta los más escalofriantes relatos del día a día en un
barranco urbano. Así, sin pelos en la lengua ni sutilezas, apareció ante
nosotros, nuevamente, la bestia de veinte familias poderosas, un ejército, cuchucientas
maras y nosecuántas redes de narcotráfico, sometiendo a innumerables colectivos
humanos.
Hasta ahora, lo admito, me es difícil comenzar una charla sobre Guatemala. Luego, por supuesto, me voy de largo. “Es
un país complicado, pero entrañable”, suelo introducir. A continuación, agrego: “Allí
hice amistades increíbles”. Mi compañero, por su parte, es más
escéptico. Le cuesta recordar el cariño antes de la amenaza y la inseguridad. Siempre
atribuí esta diferencia de interpretaciones a nuestra procedencia: él,
italiano, provinciano de pueblo chico, clase media, ninguna
necesidad básica insatisfecha, estado corrupto pero funcional, vida tranquila,
en general. Yo, peruana, provinciana de pueblo chico, clase media baja,
inserción laboral adolescente, constante amenaza de miseria, discriminación,
explotación, agresiones sexuales, estado corrupto y poco funcional, vida
relativamente tranquila, pero con alarmas, previsiones, alteraciones que, de
tan constantes, se hacen normales. Otra cosa.
Sin embargo, nunca tuve que tomar tantas precauciones para
salir a la calle como en Ciudad de Guatemala, lo admito. En parte, creo, porque
antes de llegar allí viví tres años en España. Tenía las "defensas" bajas.
Pese a todo, aun plenamente concienciada del peligro, con
precedentes de agresiones cercanas y un vecino de la oficina de seguridad de
naciones unidas hablándole a mi conciencia, decidí, un buen día, mudarme a una
zona de la ciudad más alejada de la organización internacional donde trabajé
por dos años y, confundida entre la gente, a la espera del bus urbano, disfruté del
anonimato y la felicidad de ser parte de un sistema ajeno, cosa que cualquier
viajero agradece en algún momento de su vida.
En esas divagaciones estaba mientras daba teta a Ana (últimamente,
parece que todo transcurre mientras doy teta a Ana), cuando escuché a la joven e inexperta cooperante
europea decir: “¡Ah, con todas esa reglas, prohibiciones y horarios, no sé si
quiero vivir en un país como Guatemala! ¡No podría renunciar a mi libertad!”.
Me quedé fría. Le estábamos explicando, a grandes rasgos,
cómo se mantiene andando un estado fallido, los contrapuntos sociales, el
inmenso amor que sobrevive a las balas de la bestia, la injusticia, la muerte.
Intentábamos hacerle ver la pertinencia de la norma para quienes no estaban
preparados ante tal contexto, la evolución que, de manera natural, sucederá
conforme avance su conocimiento del entorno; el riesgo real que, día a día,
corren las personas para llevar a cabo acciones tan ordinarias como tomar el
bus al trabajo y a ella sólo le importaba su libertad, es decir, la posibilidad
de hacer lo que quiera, cuando quiera, como quiera.
He tenido una formación filosófica cristiana. Esta (frecuente) reducción de libertad a facultad plena de hacer lo que me
pica, aquí y ahora, sin ápice de responsabilidad, me duele. Tiene que haber algo más.
No es mi intención culpabilizar a las víctimas, conozco bien
el discurso. Estoy de acuerdo en que nadie, NADIE tiene derecho a agredir,
dañar, matar para robar, violar o por quítame estas pajas, da igual. Nadie. También
estoy de acuerdo en que ninguna mujer es responsable de las agresiones sexuales
que pueda padecer, así vaya desnuda y borracha por la calle. Ese no es el
punto.
El punto es, pequeña saltamontes, que hay siete millones y
medio de guatemaltecas que viven en riesgo de ser violentadas. Pese a ello,
trabajan, abordan buses, conducen carros, salen a tomar algo con sus amigas, pisan
fuerte, aman su país a pesar de la violencia, la sumisión pos guerra civil (o
conflicto armado), el miedo.
También debes tener en cuenta que hay muchas extranjeras viviendo en Guatemala. Ellas han
aprendido a respetar las reglas de seguridad y también a romperlas cuando el
sexto sentido, debidamente entrenado, les indica que no hay problema. Ellas salen de fiesta, se
enamoran, van de paseo, conocen de cabo a rabo ese maravilloso país. Ellas han escogido quedarse allí.
En Guatemala, cada día mueren, son violadas o golpeadas
muchas mujeres, guatemaltecas y extranjeras, sencillamente por ser mujeres. Por cierto, ninguna de ellas es tan estúpida para salir a caminar a las 11 de la noche, con afán reivindicativo. Sí lo harían de no tener más remedio.
No me hables de libertad para juerguear en Guatemala,
pequeña saltamontes. Si vas (honestamente, espero que no), verás qué desmadre
de juergas te vas a pegar. La gente a tu alrededor te protegerá, tú te quejarás
de esa protección, creerás que todos exageran, hasta que suceda algo malo muy
cerca de ti y entonces cogerás tu avión y regresarás a casa, convencida de ser
una especie de héroe sobreviviente de la
violencia centroamericana, cuando en verdad eres una niñata desubicada más, con ínfulas de salvadora de la humanidad.
Guatemala no necesita salvadoras que pasean borrachas a
medianoche por Zona 1 para demostrar que las mujeres somos libres e
independientes. Necesita respeto y empatía. Respeto, por la cantidad de heroicas
mujeres guatemaltecas (heroicas de verdad) que han muerto por revelarse a la
opresión, o aguantan injusticias para mantener a salvo a sus familias, o han
sido violadas por hablar demasiado alto o plantarle cara al miedo. Empatía,
porque tu libertad no vale más que la de esos siete millones y medio, pese a tu
pasaporte.
Imagino, en cualquier caso, que esto se te va a pasar con el
tiempo, la experiencia, la madurez. O cuando te salga un puesto como UNV y la deslumbrante posibilidad de hacer carrera en la ONU te convierta en la hedonista más obediente de la temporada (a veces sucede). En cualquier caso, y ahora sí bien dicho, siempre tendrás una ventaja significativa: libertad para elegir. Es tu prerrogativa. Siéntete un ser privilegiado. Y vete por ahí.
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