Hay una chica...
Quizás deba coronarme como la reina de las estúpidas, o retirarme a vivir en una isla desierta y acabar haciéndole el amor a los delfines, qué más da. Pero vivir con gente, ni hablar, no puedo, no es lo mío.
Hace años conocí a una muchachita linda, de las más guapas que he visto jamás. Es una de esas ninfas que llaman la atención de todos los hombres, doquiera que vayan. No es exuberante, ni delgadita como las “Barbie girls”, pero sí preciosa. Que yo recuerde, todos mis amigos han quedado embelezados con su belleza, al punto de dejar de prestar atención incluso a sus propias enamoradas.
Esta Venus sin conciencia de sí misma se hizo mi amiga, quizás porque era una de las pocas a las que consideraba “decentes”, cuando estábamos en el colegio. Me caía bien (me cae bien), buena chica. Sin embargo, me di cuenta que era un martirio para mi alicaída autoestima andar con ella, pues todas las miradas se centraban en su tez blanquísima, su cabello azabache y sus 10 cm. más de altura.
Una vez su madre nos invitó a un desfile de modas. Las señoronas se dedicaron a regañar a la mamá de la ninfa, por no ponerla a modelar. Cuando me presentaban a mí, me miraban de reojo y sonreían con mueca forzada, una y otra vez, hasta hacerme desear salir corriendo del sitio aquel. Pero no pues, estaba con mi amiga, así que a hacerme la tonta, ¿total?
Lo cierto es que nos queríamos mucho. Ingresamos juntas a la universidad, estudiamos a la par casi toda la carrera (en distintas facultades, claro, porque ella ni muerta estudiaría Comunicaciones, pues “es para vagos”). No puedo decir que salimos, jamás hemos coincidido en una fiesta, primero porque no la dejaban ir, segundo, porque a mí dejaron de gustarme las escapadas de fin de semana.
Uno de mis amigos la conoció, ambos estudiaban lo mismo. Él, al igual que todos los demás, cayó bajo el encanto de esos hermosos ojos negros. Claro, el muchacho tenía novia, pero como es su costumbre, hablaba con una extraña mezcla de cariño y lascivia acerca de ella, al punto que su enamorada de entonces desarrolló un justificable recelo hacia esa niña, mi amiga, que se notaba a metros de distancia.
Mi amiga la más bonita a veces hablaba de ese chico como de un hallazgo invalorable, un amigo incondicional, un hombre estupendo, pero qué pena que tenga enamorada, además ella, que es tan, tan… en fin.
Yo no decía nada, no era mi asunto, ya bastante confundida andaba.
No podría contar las veces en que he oído a este chico hablar con cariño, lascivia e intenciones frustradas de la ninfa, la pura, la buena, la más bonita de todas, la que pudo haber “sido”, pero no fue, porque todo el tiempo estuvo con otra.
Pasó el tiempo, pasaron muchas cosas. Hace algunos meses salgo con este chico, quien se ha cansado de repetirme que nunca gustó de mi amiga bonita, que sí, que es guapa (admitió que era más guapa que yo una vez, hace poco, rendido ante uno de mis juegos de palabras). Además, y sin miedo a oírme “idiota”, son de clases sociales parecidas: pequeño burgueses ambos, con roce social, chicos de casa. Nada que ver con la autora de este blog, que hace mucho dejó el hogar y, desde entonces, suele ganarse la vida por sí misma y no marca tarjeta de entrada y salida.
A veces el chico bromea respecto a lo que “pudo haber sido”. Por supuesto, son bromas. A él, que me quiere tanto, ni siquiera se le ocurre cuánto me hiere con esto. Además, ella es mi amiga, no puedo hacerla a un lado en nuestras salidas y reuniones, sólo porque siento “celos injustificados”.
Ya no sé. Hace algunas horas, una amiga, otra, no tan guapa, pero feliz, me ha pedido de favor que no permita a nadie más hacerme daño. Muy tarde.
Mi amiga la ninfa hermosa acaba de pasar por la oficina. Todos los hombres de alrededor se congregaron en mi escritorio, esperando que se las presentara. No lo hice, ella iba de pasadita, tenía cosas que hacer. Por algún motivo sólo explicable con emociones, no me sentí contenta de que estuviera aquí, no pude sonreír.
Creo que sí, creo que he creado un monstruo. En fin.
Hoy me siento especialmente fea, quizás más que otras veces. Haber subido de peso no me ayuda a sentirme mejor. Y una mierda.
Quiero mi cerro, sobre las nubes, mi casita de adobe, una hoguera, una escuela, un poncho negro y un pasamontañas. Que nadie me vea, que nadie, salvo los campesinos, me conozca. Ya no quiero sufrir.
Hace años conocí a una muchachita linda, de las más guapas que he visto jamás. Es una de esas ninfas que llaman la atención de todos los hombres, doquiera que vayan. No es exuberante, ni delgadita como las “Barbie girls”, pero sí preciosa. Que yo recuerde, todos mis amigos han quedado embelezados con su belleza, al punto de dejar de prestar atención incluso a sus propias enamoradas.
Esta Venus sin conciencia de sí misma se hizo mi amiga, quizás porque era una de las pocas a las que consideraba “decentes”, cuando estábamos en el colegio. Me caía bien (me cae bien), buena chica. Sin embargo, me di cuenta que era un martirio para mi alicaída autoestima andar con ella, pues todas las miradas se centraban en su tez blanquísima, su cabello azabache y sus 10 cm. más de altura.
Una vez su madre nos invitó a un desfile de modas. Las señoronas se dedicaron a regañar a la mamá de la ninfa, por no ponerla a modelar. Cuando me presentaban a mí, me miraban de reojo y sonreían con mueca forzada, una y otra vez, hasta hacerme desear salir corriendo del sitio aquel. Pero no pues, estaba con mi amiga, así que a hacerme la tonta, ¿total?
Lo cierto es que nos queríamos mucho. Ingresamos juntas a la universidad, estudiamos a la par casi toda la carrera (en distintas facultades, claro, porque ella ni muerta estudiaría Comunicaciones, pues “es para vagos”). No puedo decir que salimos, jamás hemos coincidido en una fiesta, primero porque no la dejaban ir, segundo, porque a mí dejaron de gustarme las escapadas de fin de semana.
Uno de mis amigos la conoció, ambos estudiaban lo mismo. Él, al igual que todos los demás, cayó bajo el encanto de esos hermosos ojos negros. Claro, el muchacho tenía novia, pero como es su costumbre, hablaba con una extraña mezcla de cariño y lascivia acerca de ella, al punto que su enamorada de entonces desarrolló un justificable recelo hacia esa niña, mi amiga, que se notaba a metros de distancia.
Mi amiga la más bonita a veces hablaba de ese chico como de un hallazgo invalorable, un amigo incondicional, un hombre estupendo, pero qué pena que tenga enamorada, además ella, que es tan, tan… en fin.
Yo no decía nada, no era mi asunto, ya bastante confundida andaba.
No podría contar las veces en que he oído a este chico hablar con cariño, lascivia e intenciones frustradas de la ninfa, la pura, la buena, la más bonita de todas, la que pudo haber “sido”, pero no fue, porque todo el tiempo estuvo con otra.
Pasó el tiempo, pasaron muchas cosas. Hace algunos meses salgo con este chico, quien se ha cansado de repetirme que nunca gustó de mi amiga bonita, que sí, que es guapa (admitió que era más guapa que yo una vez, hace poco, rendido ante uno de mis juegos de palabras). Además, y sin miedo a oírme “idiota”, son de clases sociales parecidas: pequeño burgueses ambos, con roce social, chicos de casa. Nada que ver con la autora de este blog, que hace mucho dejó el hogar y, desde entonces, suele ganarse la vida por sí misma y no marca tarjeta de entrada y salida.
A veces el chico bromea respecto a lo que “pudo haber sido”. Por supuesto, son bromas. A él, que me quiere tanto, ni siquiera se le ocurre cuánto me hiere con esto. Además, ella es mi amiga, no puedo hacerla a un lado en nuestras salidas y reuniones, sólo porque siento “celos injustificados”.
Ya no sé. Hace algunas horas, una amiga, otra, no tan guapa, pero feliz, me ha pedido de favor que no permita a nadie más hacerme daño. Muy tarde.
Mi amiga la ninfa hermosa acaba de pasar por la oficina. Todos los hombres de alrededor se congregaron en mi escritorio, esperando que se las presentara. No lo hice, ella iba de pasadita, tenía cosas que hacer. Por algún motivo sólo explicable con emociones, no me sentí contenta de que estuviera aquí, no pude sonreír.
Creo que sí, creo que he creado un monstruo. En fin.
Hoy me siento especialmente fea, quizás más que otras veces. Haber subido de peso no me ayuda a sentirme mejor. Y una mierda.
Quiero mi cerro, sobre las nubes, mi casita de adobe, una hoguera, una escuela, un poncho negro y un pasamontañas. Que nadie me vea, que nadie, salvo los campesinos, me conozca. Ya no quiero sufrir.
Comentarios
claudia
Bueno pues, en realidad es así, cuestión de hormonas y tal... puf, pero ya ponerte a torturar a tu chic@ con el asunto...
En fin, a mí nunca me ha durado tanto una "fijación", quizás por eso me mareo con todo este rollo (y los cuadros de stress no ayudan mucho, tampoco).