El Vestido. Una catarsis, para empezar
Normalmente,
cuando llego, disfruto. Contradiciendo a personas malintencionadas, no lo
estaba buscando (de haberlo hecho, me habría quedado en Bilbao, hace 6 años). Tampoco
lo sobrevaloro, pues la etapa de la ensoñación y las ansias de vivir la
aventura ultramarina quedó bien satisfecha con horarios interminables de
trabajo, concesiones y precariedad, allá por mis veinte y muchos. Sencillamente,
disfruto o, al menos, lo intento.
Pero esta vez,
Europa me pilla en otro lugar.
A finales de
julio, mi familia y yo llegamos a Sullana. La casa de mi madre sigue siendo un
espacio destartalado, plagado de cosas viejas. Sin embargo, es lo
habitual, por tanto, no me incomoda. Extrañamente, me hace sentir “en casa”. Esto
es algo difícil de comprender para quien ha tenido un sitio más, digamos, “terminado”:
sin rincones proveedores de polvo ni paredes de concreto crudo.
Hasta los 20 años, viví la “mediocridad” estructural latinoamericana sin vergüenza alguna, más bien como símbolo importante de mi identidad: la casita que los abuelos obsequiaron a mamá, fue construida sin instrucción arquitectónica, malas conexiones eléctricas y pésimo sistema de drenaje. Las inundaciones, durante el periodo lluvioso, eran pan de cada día. Llegué a pensar que tal cosa sucedía a todas las familias del mundo, que no había otra forma de vivir, baldear, trapear, soñar y morir.
Me ahorraré la
historia de quiebra económica, es aburrida. Sólo compartiré un agridulce
recuerdo de mi adolescencia: pasamos a una azotea mal cerrada, calaminas llenas
de agujeros y cortinas en lugar de paredes. Mi mayor ilusión a los 14 años era
tener una habitación con puerta. Nada más.
Ahora bien:
aunque parezca mentira, no me quejo. Este pasado, tan presente, me ayuda a
comprender por qué a mi madre le cuesta tanto invertir en remozamiento hogareño
y mi abuela, de 82 años, sigue empeñada en habitar una casa que cae a
pedazos.
He pasado el
último mes pegada a mi abuela como garrapata, siguiéndola y llevándola a todas
partes, con una cámara y una grabadora de voz. Todo muy informal, muy a salto
de mata, sin mucho tiempo para planificar (mi trabajo remunerado de la temporada
terminó dos semanas después de haber empezado las “vacaciones” familiares) y
con bastantes conflictos de pareja. Debo reconocer que mi compañero se ha
comportado a la altura de su estatura y de las circunstancias, pero no he podido
evitar que las amenazas del “tercer mundo” desgasten su buen humor y
generosidad habituales.
Como sea, he
vuelto a compartir espacios personales con mi abuela y ha sido la mejor
decisión del año. También la peor. Debí mirar de frente una realidad que me
había empeñado en evadir durante una década. Ahora me siento egoísta, culpable
y miserable, sobre todo cuando ella me mira sonriente y me dice estar bastante
satisfecha de mis logros. ¿Cuáles logros, mamá Blanca? ¡Soy una (pinche)
consultora sin trabajo estable, que se niega a reconocer su fracaso profesional!
En fin, es lo que tienen las abuelas, mucha buena voluntad con los nietos, digo
yo.
El caso es que
ahora estoy en Italia, con la familia paterna de mi hija, y desearía con todo
mi corazón seguir conversando con mi abuela sobre la cantidad de historias
repetidas que no paraba de contarme. Necesito escucharlas mil veces más, para
poder desterrar por completo aquellas narraciones que me habían llegado
filtradas por sus hijos (mi madre y mis tíos). Los hijos podemos ser unos grandísimos
cabrones con nuestras madres, incluso cuando intentamos juzgar desde el amor. Mejor
sería no juzgar desde ninguna perspectiva (aplícate el cuento, nena).
Que no se mal
entienda: mi madre y mis tíos son seres humanos estupendos. Curiosos, pero
estupendos. Sin embargo, esta vez, por primera vez en mi vida, he pasado de
ellos, para bien.
En estos días, me
estoy sorteando peligrosamente el afecto de la familia italiana. Yo lo advertí:
esta introspección traería dificultades. Es normal que no haya una comprensión
plena de la etapa que estoy viviendo, de la necesidad masoquista de mantener
la contemplación hacia mis recuerdos y los diálogos con mi abuela, para no
romper el círculo de este amor doloroso que acabo de reactivar. Soy la hija
pródiga, soy la que se fue, me he permitido volver y hacer preguntas, remover
heridas, invadir privacidades y secretos con una cámara y una enorme grabadora
de audio…
¡Por el amor del
cielo, me siento una mierda! Estoy totalmente rota por dentro, debo darle forma
a una historia de ingratitud, no esperen que sea la persona más accesible del
planeta justo ahora, ¡déjenme en paz!
Escrito esto, y
compartido con el mundo, a falta de capacidad de decirlo claro y firme, en
castellano, inglés e italiano, procedo a revisar el material audiovisual y detectar carencias
logísticas.
Mamá Blanca: con
todo mi complicado cariño, para ti.
Comentarios
El sufrimiento existe
El origen del sufrimiento es el anhelo
El sufrimiento desaparece si desaparece el anhelo
El anhelo desaparece si encontramos la iluminación
Siddharta Gautama