Intergeneracional

He escuchado que es imposible (o, al menos, sumamente difícil) establecer amistades reales entre personas de diferentes generaciones. Pienso que quien lo afirma se equivoca. Es posible tener amigos mucho más jóvenes o mucho mayores. Sólo es necesario ser versátil: a veces te toca acompañar al hospital a tu amiga de 68 años, porque ha tenido un resbalón en casa y no es edad para quedarse tranquila ante esas caídas. Otra, escuchar con paciencia y perspectiva los problemas de tu “hija adoptiva” de 19 y ayudarle a encontrar respuestas, desde tu experiencia de 30 y tantos. Si de verdad te interesa, lo haces con amor, del mismo modo que actuarías con un amigo o amiga de tu edad.   

Foto: http://www.humancamp.net/blog/?p=276

A veces, en el día a día de mi trabajo, me encuentro confundida. Más allá del impacto previsto en el marco lógico, es inevitable convertir algunas de las acciones habituales en modelos. Sobre todo si trabajas con jóvenes. Pese a la poca gana de los jóvenes. De forma evidente o absolutamente imperceptible, ellos recogen pedacitos de todo y lo reproducen en sus universos personales. A veces, sale bien. Otras, mal. Pero, ¿mal, en verdad?

Hace un montón de años fui convocada para trabajar en un colegio de Sullana, la ciudad donde crecí. Me ofrecieron la administración de la radio y el taller de periodismo, que se dictaba a adolescentes de secundaria. Todo un reto.

Salió mal. Mi experiencia en docencia era (y sigue siendo) nula y para estar allí se necesitaba un mínimo de estructura. Pese a ello, los jóvenes aprendieron y disfrutaron. Además de metodología, me faltó disciplina: anotaciones en el libro de incidencias, castigos, ese tipo de medidas. Por cierto, tampoco debí dejar a los alumnos tareas demasiado activas, pues varias veces interrumpieron la tranquilidad habitual de un colegio de curas.

Como consecuencia de mi paso, una joven perdió la confianza plena del director, fue estigmatizada hasta terminar la secundaria, humillada y denigrada. ¿La causa? Ella cometió un error al defenderme de murmuraciones y yo la defendí de ese error. La lógica del entonces magíster fue curiosa: ninguna persona asume la culpa de otra sin interés de por medio. Entonces, Angela es lesbiana y quiere que Pepita sea su amante. Fin de la discusión.

Pepita es como mi hermana menor, nos queremos de manera irrefrenable, en confianza plena. Pero, disculpará usted señor magíster (ahora doctor): Pepita nunca fue mi amante. Nos une algo que usted tal vez desconoce, pero existe. Se llama amistad.

Aquella experiencia me alejó por mucho tiempo de los jóvenes. Dirigí mi energía al trabajo social, empecé la militancia en los procesos de desarrollo humano. Exploré lugares de mi región hasta entonces desconocidos. Hice un poco de docencia universitaria, lo mínimo, nada del otro mundo. Escribí, fotografié, me frustré, tomé decisiones tontas, fui a por ellas, caí, me levanté (aún no me lo creo) y seguí.

Años más tarde, vengo a parar a una región amazónica del Ecuador y, voilà!, mi primera opción laboral luego de la baja maternal (voluntaria, con renuncia al trabajo y sin ninguna compensación económica) es un proyecto dirigido a jóvenes. Genial (entre dientes). Además, ¿a quién, en su sano juicio, no le gusta trabajar con jóvenes? (¡A mí, a mí!).

Empecé a ser adulta hace rato. No siempre se nota, pero es así. A verme como adulta (obviando la ropa), hablar como adulta, razonar como adulta y calcular como adulta. Acepto, por tanto, la responsabilidad que me corresponde, no sólo respecto a mi hija o mi compañero, sino ante el mundo. Y, tras un año de trabajo con jóvenes de la región, debo decir que ellos nunca fueron el problema. Ellos, pese a sus múltiples indecisiones, falta de voluntad y habitual pérdida del propio norte, son jodidamente maravillosos, tal como corresponde a los seres humanos de esa edad.

El problema somos nosotros: los que hemos crecido pensando que nuestro aprendizaje es lo único que tiene valor y nos tomamos la prerrogativa de imponerlo a los demás.

Hace poco ocurrió un incidente: estábamos construyendo algo en un colegio, pequeña iniciativa bajo responsabilidad de gobiernos locales, activa a pedido de un grupo de chicos. Justo ese día, el director no se encontraba y los profesores a cargo tenían cosas más importantes qué hacer. La zona de trabajo estaba bastante alejada de las aulas, entonces es comprensible que llevar hasta allá una jarra de agua a los albañiles era demasiado. Debemos ser adultos comprensivos y empáticos con las necesidades de los demás adultos, ¿total?, en otras oportunidades somos chéveres.

De desplante en desplante, terminó la jornada. Me quedé a cargo de las frustraciones de todos y sólo atiné a despedirme de la manera menos seca posible. Los chicos, en cambio, estaban tristes y avergonzados. Cuando el director les preguntó qué tal todo, soltaron el rollo, con 16 años de pasión y desadaptación a la norma. Ellos, tan malos estrategas, cometieron el error de decir a la autoridad que los encargados no habían apoyado a los trabajadores.

Yo, a mis 35 años, no lo habría hecho así. No lo haría si tuviera que hacerlo. Y me avergüenzo de ello. Me avergüenza más admitir que tal vez no lo habría hecho a los 16 años, pese a la rabia, porque tenía que proteger un lugar en el cuadro de honor y en casa me regañaban si bajaba medio punto en conducta. Aprendí a callar porque era lo conveniente. Niña modelo, adolescente tranquila, joven sumisa. Muérdete la lengua, cállate, no seas respondona, no te metas.

Cuando supe lo que había ocurrido en el colegio, sentí, como primer impulso, culpa por no haberlo previsto y recomendado a los jóvenes callar y esperar. A esa edad, no es recomendable "tener problemas" con los maestros.

Sin embargo, la época escolar es un suspiro en la vida. Y si allí aprendes a callar ante lo injusto, es probable que siempre lo hagas, aun cuando no debas.

Recuerdo una conversación posterior con Pepita, cuyo nombre real es otro. Ella se ríe de lo ocurrido en la secundaria y no se arrepiente de haber dejado salir su lado más contestatario, desde allí hasta el resto de su vida. Tiene un trabajo que le encanta, ha viajado mucho, es una mujer completa, independiente, satisfecha y feliz.

No me considero inspiradora de nada, sencillamente estaba. 

Y ahora, como adulta, tengo la obligación de bajar la tensión de este asunto, entre adultos, pero también he de valorar, en público, la honestidad de los chicos y sus ganas de que todo funcione. Considero que es lo que correcto, lo justo, lo que en verdad está bien. 

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