He de confesarlo: no me gustan los
niños. Suelo llevarme bien con ellos (dicen que tengo “ángel”),
pero una cosa es ser capaz de establecer relaciones saludables y otra
bien diferente que me gusten porque sí, porque son niños y eso
debería ser suficiente motivo para gustar de ellos. No, no, y no,
aunque me llamen amargada a todo nivel.
Desde que cumplí 18, sólo he estado totalmente
cómoda con cuatro niños: Salma, Andrea, Iñaki y Lucas.
Andrea, 3 años, hija de un amigo vasco. Nos
queríamos mucho, pero no porque ella era niña y yo, una adulta
soltera que podía prestarle atención. Con los niños
pasa como con cualquier ser humano: al principio hay distante
observación. Luego, si sucede el “gancho”, empieza a nacer el
cariño. Y cuando quieres a alguien, le quieres con niñerías
incluidas. Y es recíproco.
A Andrea yo no le tomaba el pelo y ella
no hacía berrinches mientras estaba conmigo. Podía hablarle sin
mimarla y ella, llamarme para jugar, sin cansarme. Nunca tuve
intención de hacerla comportarse “como adulta”,
sencillamente exigí un razonable respeto de espacios que ella asumió sin dejar de ser niña. Quizás por eso éramos
capaces de estar juntas durante mucho tiempo, haciendo trastadas,
corriendo y muriendo de risa.
Salma, de 2 años, fue mi compañera de piso por
varios meses en Guatemala (larga historia). En tales circunstancias,
no es difícil conocer y querer.
Me contrataron para cuidar a Iñaki
durante la temporada del Máster en Bilbao. Era un bebé. Bicho
despierto y llamativo. Gran compañero de paseos.
Lucas, el hijo de mi amiga Indira, sencillamente genial.
Entonces, me gustan Salma, Andrea, Iñaki y Lucas, en sus respectivas singularidades. Pero no todas las niñas y
niños del mundo.
En general, niñas y niños son sujetos de
derecho, merecen mucha protección y comprensión, nadie debería
hacerles daño, condicionar su conducta a golpes, insultarles,
forzarles a trabajar en actividades riesgosas, privarles de garantías
básicas, violarles, secuestrarles, asesinarles. Frente a tales circunstancias, soy una defensora
incansable.
Pasando a ámbitos más personales, se
me encienden las alarmas cuando veo una adolescente cuidando de un
hermano o hermana mucho menor. Esos típicos casos del embarazo
inesperado de la madre, 12 o 13 años después de su último parto,
que convierten a las hermanas mayores en empleadas a tiempo casi
completo, al servicio del “nuevo gran motivo de felicidad”. Y
una mierda.
Cuidar de un bebé es duro. Más duro
aún si eres chica, tienes 13 años y te ha caído la responsabilidad
de ayudar a criar al esperado varón. Probablemente, padre y abuela paterna se pondrán en tu contra y te regañarán de manera violenta por
todas las travesuras del pequeño, tu madre estará irritada y cansada, se hará de la vista
gorda y aprovechará tu mano de obra sin dudarlo
mucho, otros miembros de tu familia se comportarán cual consentidores babosos, luego que
a ti te metían bronca hasta por caminar con los pies torcidos. Y deberás comprenderlos: todos han envejecido desde tu nacimiento.
Esto suele suceder, con
mayores o menores malos tratos a las niñeras de turno. Cuando he
podido preguntar a algunas madres sobre la situación, me han
respondido, muy sueltas de huesos: “Le toca, pues, para eso es la
hermana mayor”. ¿Le toca? Perdone, señora, pero la criatura es
suya, usted tuvo el orgasmo (si lo tuvo), usted la parió y si a
alguien “le toca” es a su digna persona y a su digno cónyuge, no
a la pobre muchacha que seguramente no puede ni estudiar bien ni tontear con sus amigas, por atender al reyezuelo.
Comprendo que las familias se organizan internamente como mejor pueden, pero asumir el apoyo de cada miembro como una obligación, sujeta a correcciones prepotentes, es
un riesgo que siempre, siempre se corre en estructuras desiguales. La
mayoría de núcleos familiares son estructuras desiguales.
Pero en fin, no me
gustan los niños. Ni los “bien educados”, que comen los chizitos
a pequeños mordiscos (créanme, para algunas madres esa es la gran cosa)
ni los “mal educados”, que lanzan manotazos a sus pobres progenitoras al primer deseo no satisfecho. Soy perfectamente capaz de
llevarme bien con un modelo o con el otro, una vez superadas las
presentaciones iniciales, siempre y cuando el cachorro humano
entienda que no me voy a tirar al suelo a jugar sólo porque se le da
la gana y que al primer manotazo se queda allí, sin perro que le
ladre. A mí no me vale esa estupidez de “es chiquito, no sabe”.
Si un niño golpea, conoce muy bien el poder de los golpes.
Probablemente, ve golpes a su alrededor, tal vez los padece.
Adultos del entorno: déjense de cojudeces y busquen ayuda psicológica cuanto antes.
No me gustan los niños, por tanto, no
les hago el más mínimo caso cuando lloran por capricho. ¿Cómo sé
que es por capricho? Un ejemplo: están dibujando juntos y de pronto
tú pintas uno de los pétalos de tu flor de un color, él/ella
te dice que lo quería de otro, tira todo y empieza a llorar. Eso es
capricho. Si se porta así “porque está cansado/a” (excusa
típica), que lo aguanten sus padres o abuelos, principales
responsables de su poca tolerancia al fracaso. Yo,
a lo mío, sin cargo de conciencia.
Como no me gustan, me irrita cuando les
obligan a darme besos o abrazos. Pequeño o pequeña: si no quieres, no me
beses. Yo tampoco tengo ganas de besar a un desconocido. Quizás, luego de jugar, conversar un poco y ver que nos
llevamos bien, a ti y a mí se nos quite el reparo. De momento,
establece tu relación conmigo como te plazca, pero no se te ocurra
abusar, porque te voy a poner el pare.
Ahora bien, si se trata de
jugar, y tengo ganas, me apunto sin problema. Una de las cosas que admiro de
los niños (no me gustan, pero tampoco estoy ciega) es esa capacidad de correr
por correr, saltar por saltar y jugar por jugar, sólo por disfrutar el proceso,
sin pensar quién llega primero. A la gente de mi edad se le enciende el afán de
competencia antes de saber siquiera de qué va el asunto. No hay nada más
patético que un treintañero reclamado un punto. En este sentido, los niños no
son naturalmente idiotas.
Entonces, sí, cuando
quiero jugar con una pelota o correr un poco, tener niños al lado es
maravilloso. Además, aunque no me gusten los niños sólo
por el hecho de ser niños, no me molestan alrededor (salvo me duelan las muelas). Es cuestión de personalidades. El “dejad
que los niños vengan a mí” no va conmigo. Prefiero saber quiénes
son, antes de decidir si me gasto en un afecto o no. A fin de
cuentas, ellos también deciden, tienen personalidad,
gustos y preferencias.
Así voy por el mundo: admitiendo que no
me gustan los niños, pero dando la impresión de que me encantan y
que yo les gusto a ellos, quizás porque no les huyo: los niños
son parte de nuestras sociedades, su coexistencia con los adultos es
necesaria. No me resulta para nada incómodo cargarlos, entretenerlos, cambiarles los
pañales y conversar con ellos, da igual si tienen 7 meses o 7 años.
Soy capaz de comprender sus limitaciones sin subestimarlos, pero también de establecer mis pautas, para evitar que se me suban a
la yugular, todo esto porque parto de un principio básico: los niños
no son tontos.
Escribo todo esto porque llevo meses
reflexionando acerca de mi real actitud hacia los niños...
Además, aún me quedan
aproximadamente 47 días para permitirme altas dosis de sarcasmo y
cinismo, antes de tener conmigo a mi hija o hijo. Dicen las malas lenguas
que el bebé me transmitirá una especie de
infección crónica, disminuirá mi sentido de la vista,
agudizará mi olfato y oído, me producirá hipertrofia cardíaca, empezaré
a alucinar con ángeles y padeceré paranoia compulsiva el resto
de mi vida.