Resistencias


Acabo de tirarle la puerta a una usurera. No fue a la cara, sino al darse la vuelta luego de su último comentario: “Dile a tu mamá que por favor me pague, que no le estoy cobrando intereses y debió pagarme hace varios días”. No fue grosera (la grosera fui yo), pero intentó venderme el cuento aquél de “es que mis hijos están esperando que les lleve comida”. ¿Qué clase de prestamista informal no tiene dinero para la comida?

Intenté tener paciencia en tanto contenía la rabia. ¿Por qué mi madre necesitó meterse en tantas deudas? ¿En qué momento de mi historia familiar las relaciones se volvieron dependientes de los proveedores de recursos, y de nada sirvieron tantos años trabajando para el ministerio de educación, ni pequeñas empresas quebradas, ni una miserable (y empeñada) pensión de viudez, ni un carajo?

¿Qué me irritó tanto de esta mujer, la de la puerta? Como dije antes, no fue grosera, aunque sí contenía esa frustración que contienen las personas que deben cobrar aquí y allá para obtener ganancias. Me ha pasado, hasta cierto punto la entiendo. En España, en Bilbao, vivo sometida a los resultados de mis trabajos, siempre con el afán de cobrar para vivir, pero mi negocio no es entregar dinero a cambio de altos intereses (nunca he prestado con intereses).

No voy a valorar la moralidad de la usura, pero he de reconocer aquello que me hizo dejar en evidencia mi protesta: la actitud victimista de la señora, su enfado reprimido y la sugerencia de que, encima, nos está haciendo un favor.

Estoy cansada de damas bien educadas que apelan a sus posturas “finas” para enlodar a los demás. También estoy cansada de no reaccionar en el momento oportuno, de quedarme callada o salir huyendo. Cuando Ele Apellidoscastizos, una empresaria emergente del mundo de la cooperación, me dijo en la oficina (último día de empleo en precario, había renunciado la semana anterior): “Dame ese CD que te estás llevando a escondidas, porque seguramente me estás robando información confidencial”, yo tendría que haber sacado el CD de mi bolso, romperlo en pedazos y decirle: “¡De aquí no me muevo hasta que me pagues todo lo que me debes!”.

¿Mostrarle el CD, si no tenía nada que ocultar? ¿Y mi dignidad, qué? ¿Habría sido más conveniente humillarme ante el poder de una vasca sólo porque, hasta el momento, “me hacía el favor de tenerme trabajando”, y dejarle darse contra sus propios temores, al no encontrar nada más que documentos personales?

Pero fui suave, observé, en mi defensa, su falta de respeto. Y me fui. Debí tolerar amenazas e insultos por e-mail, constantes reproches y esa mala costumbre tan común entre las personas decentes: sacar en cara.

Dejó de acosarme vía Internet cuando le mencioné que me acusaba sin pruebas y que, por el contrario, yo estaba acumulando todo un historial de difamación. Tardó tres meses en pagarme sólo la tercera parte de lo acordado por un último trabajo, y lo hizo cuando le dije que estaba consultando al asesor legal de un sindicato (en España, la presencia sindical es importante). Toda la transacción se hizo a través de un gestor que siempre le advirtió acerca del "peligro" de contratar extranjeras. Por cuatro perras firmé un documento donde constaba que se había acabado mi “colaboración” con su empresa y me comprometía a “no reclamar ningún tipo de pago o beneficio a futuro”.

Necesitaba el dinero, por más miserable que haya sido la cantidad. Y me lo había ganado. Era mío.

A veces me pregunto por qué extraño orden supra natural me mantuve -entera- tanto tiempo en Bilbao y, lo más curioso, cómo es que he conseguido buenos recuerdos de allí.

Ninguna persona es un fracaso si tiene amigos…

¿Por qué no la denuncié? Porque estuve en shock hasta mucho tiempo después de ocurrida la ofensa y me costaba comprender cómo había sido ella capaz de. Extraña mezcla de complejo de mujer maltratada y Síndrome de Estocolmo. Además, me había encariñado con su familia. Por entonces, la mujer estaba haciendo un service para un importante organismo gubernamental. Mal asunto, pésima oportunidad, hasta una sudamericana que todo lo ha aprendido “a la peruana” sabe mantener la clase.

Me fui de esa empresa porque, además de estar a disgusto y entristecida, mi trabajo no servía para ayudar a personas realmente necesitadas.

Escribo esto porque me hace falta una catarsis. Y porque haré un viaje interoceánico urgente, contra mi voluntad. Y porque quiero que quede escrito. Y porque ya me da igual.

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