Flores varias


Es una pena haber escogido este momento para recuperar una vieja vocación de enfermiza, que hace mucho no me daba. Debe ser la cercanía a los 30 y una vida mínimamente dedicada a deporte alguno (salvo andar por la montaña), situación empeorada por el tabaco (y otras drogas), la alimentación mal balanceada y algún otro desarreglo, que ya no es pertinente citar aquí.

Entiendo que todo pasa por algo, siempre, y la mayor parte del tiempo podemos estirar nuestra capacidad de aguante a niveles insospechados. Entiendo perfectamente que no me voy a morir aquí (o quién sabe), pero debo admitir que la semana pasada, cuando estaba totalmente adolorida por la inflamación de mis mucosas y ovarios, que me perdonen todos los santos, pero la salvación del mundo me interesó un soberano rábano.

No puedo evitar quejarme. Conozco personas que sólo han querido conocerme quejándome, de lo que sea, por mí o por alguien más. Supongo que ser contestataria y anárquica influye en determinadas actitudes ante la vida. No se trata de no disfrutarla, en absoluto. Suelo ser estoica en diversos temas: profesores groseros, líos amorosos de otras personas, clima, inflación…

Sin embargo, la injusticia en todos sus niveles no suele serme indiferente (ni cuando va contra mí misma, pues aún no soy como la Madre Teresa).

Estas semanas, salvo con cuatro gatos (Erika, Iñigo, Mabel y el Gato), he sido muy poco social. Ya era una joda estar en el salón de clase algo afiebrada y limpiándome los mocos (esos amarillos con hilillos de sangre, que no sólo salen de a montón, sino que se ven horribles en los pañuelos y hay que saber disimularlos) cada tres minutos, como para ser la reina de la primavera. La primavera llegó, que todos los demás estén felices, yo me sentiré contenta cuando me nazca del útero.

No he estado triste, no. Lloré un poquito cuando pensé tener mi cita para el médico, del seguro social, y media hora después recibí la desgraciada llamada y “siempre no”, dizque por mi tipo de visa, permiso de residencia de estudiante, seguro escolar, la universidad no se hace cargo y lo siento mucho, divino hedonismo, pero no me alcanzó la plata para comprarme un seguro privado de 800 dólares en Perú, antes de venir aquí (y el de 300 que pude adquirir, tampoco me sirve en esta zona… torpezas que nadie debe cometer).

Endeudada hasta las orejas. Aún si vendiera uno de todos mis miembros pares, me quedaría corta (con lo mal que cotiza el mercado de órganos por estas fechas). La prioridad fue llegar aquí. Lo hice y perdiendo dinero. Luego, sobrevivir sin joder a nadie. Hecho, creo que lo estoy consiguiendo, aunque la chica que duerme al lado se asquee por mi pérdida de cabello (¡que te den, mocosa!).

Aquí el principal problema es la falta de plata. Si estuviera en la capacidad de hacer una llamadita estratégica y decir: “Mamá, necesito un giro”, tal vez todo más fácil. Pero no, estamos en otro momento de la vida y la responsabilidad. Pedir dinero a casa no es una opción, sobre todo si no estamos aportando un ápice en líquido, sólo preocupaciones y nostalgia.

Pero parece que los españoles (sí, el sistema burocrático migratorio español) no han previsto el interesante “término medio” al cual me enorgullece pertenecer: los estudiantes de postgrado, con carreras universitarias terminadas, que vienen sin beca (es decir, sin seguro médico, ni gastos de vida cubiertos), a buscarse algún trabajillo y tratar de compaginar el día a día (frijoles incluidos) y la especialización profesional.

Nadie ha entendido que, para algunas personas, una maestría es un escalón de suma importancia en la vida, una oportunidad de definir rumbos, de reafirmar conceptos, de aprender nuevas técnicas, de obtener acreditaciones importantes (sobre todo si se es peruana y se estudia en Europa), etcétera, etcétera, etcétera.

¿Y qué estamos dispuestos a sacrificar para conseguirla? Pues algo tan simple como vital: la certidumbre. Dejamos trabajos seguros, dejamos el país de origen, la familia, las amigas del alma, los amigos fieles. La gente, la piel, el corazón. Y aquí nos encontramos, frente a todo y nada, sin empleo, con fondos para dos o tres meses (prestado, claro), sin mucha ayuda de los “propios” más cercanos, que bastante trabajo tienen ya en su ir y venir.

He llegado hasta aquí por algo que en verdad quería hacer. Me siento contenta hasta ahora, aunque no he tenido tiempo para ponerme al día en todo. Sigo trabajando como niñera, he conseguido una prácticas a medio tiempo, ya relacionadas con mi tema de postgrado; gracias a la Providencia y buenos amigos, no paso hambre, puedo pagar el piso (jodido y costoso piso), puedo tomarme tres cervezas algún fin de semana (por cierto, el viernes tuve una buena juerga, en honor al primer sábado en varios meses que no debía trabajar), puedo celebrar tonterías, sólo para estar con gente a la que estimo, y que nadie me venga con estupideces comparativas, pues estar bien para mí significa, sí, poder tomarme un trago, además de tener las necesidades básicas cubiertas.

Esto me lleva al comentario de un profesor del curso, con quien nos encontramos ese día de nuestra salida no planificada, en un bar. Se acercó para contarme su "sabia" conclusión: yo seguramente pertenezco a una de esas familias peruanas con cuentas en el extranjero (en dólares), o a alguna casta que me permita ahorrar lo suficiente para venirme a hacer una maestría a Bilbao, y darme el lujo de gastármelo en juergas…

Es el vicio de ser comunista y luchador social convencido de la maldad de todo lo que parezca “contrario” (¿alguien dijo "...ismo"?). Entendí el prejuicio del buen hombre (y buen profesor, además), pues él trabaja con colectivos de inmigrantes. Es decir, ve casos realmente graves, realmente dolorosos, de personas que apenas se pueden comprar un pan, etcétera.

Pues bien, tal vez no me he privado de suficientes cosas, ni demostrado con ello que no tengo dinero para pagar un médico particular y curarme una tonta enfermedad de niña pituca (pues las personas pobres no sufren de sinusitis, sino de hambre, dolor, miseria, injusticia, sida, tifoidea, tuberculosis, entre otras), pero ¿quién es él para juzgar nada? ¿Quién es quién, por último, para decirme de qué quejarme y de qué no? ¿Por qué satanizar lo que ni siquiera conoce?

No entiendo la libertad de la que todos me hablan aquí. No entiendo una libertad que no esté basada en el respeto y en la empatía, en la dignidad que a todos nos hace iguales en nuestras diferencias. Para mí, Paquita y Herminia son dos mujeres entrañables. Herminia, una campesina peruana, del bosque de Mijal, muy pobre, en cuya casa viví temporadas enteras, durante uno de mis trabajos. Paquita, una señora bilbaína que me permitió alimentarme y pagar el piso los dos últimos meses, gracias a que era necesario limpiarle el culito y darle de comer en la boca.
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No soy un ejemplo de nada, pero no me jodan. Me duele la nariz, que ya está bastante dañada a estas alturas de la moqueadera, debo resolver mi vida los próximos 6 meses (renunciando a algo que me hacía mucha ilusión), estoy en cuenta regresiva, tomando fotos, terminando informes como desquiciada, gozando de mi Erika, el Gato y amigos y amigas y hoy no tuve ganas de estar triste, es estúpido pensar que alguien está triste por purita terquedad. Es más, ahora mismo no estoy triste, sino cansada (lógico, ya es de madrugada).

Pero sí me vi frente a una decisión que me bajó las pilas y dije: ¡Mierda! Porque si la casera no hubiera tardado tanto en empadronarme, entonces yo habría descubierto antes que por ser estudiante no tengo acceso al seguro médico universal, por tanto las medidas adoptadas habrían sido más oportunas, etcétera.

Bueno, todo pasa por algo, incluso este proceso de aislamiento autogenerado desde hace ya varios días. Es un modo de protegerme cuando me siento vulnerable, una manera de escoger mis espacios y guaridas, y el método perfecto para decir “adiós” sin caer en una normal y aceptable emotividad, que a mí no me hace bien (soy rara y NO lo siento).

En fin… Hasta mañana.

Comentarios

Anónimo dijo…
COmo que la sincera soledad es la mejor de todas, la que lo es desde cualquier punto de vista.

En fin, apartarte te hará bien, hasta a tu naricita. Cuídate.

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