No princesa
Hoy la princesa se siente especialmente fea, especialmente inútil, especialmente mal vestida y especialmente convencida de que no es una princesa de verdad.
Estuvo repasando su día, su noche pasada, en la calle principal, toda iluminada y multicolor, añorante de las capitales, corta y con poca oferta, por ser de provincia.
Las botas no pegan con el jean, ni la casaca, ni la blusa negra con letras plateadas, sin embargo, van mejor que las zapatillas de forro rojo, para ciudad y campo, da igual. Pero el taco de las botas es demasiado alto, sumando a su poca elegancia innata un cojeo insoportable que hará imposible una huída efectiva cuando llegue el momento (siempre llega).
Todo bien con esa chica que usa falditas sexis y botas de punta. Todo bien mientras el único vaso de cubalibre inquietaba suavemente y sin mucho éxito algunas de sus neuronas aún despiertas a esas alturas del stress. Todas las mujeres son princesas, sobre todos esas dos, ambas tristes, conversando sobre su vida, sus novios y los cigarrillos.
Pero luego, otra vez te sentiste algo pequeño, pequeño, pequeñísimo, como si todos estos años siendo tú misma, tú feita pero fuerte, feita pero valiente y tan trabajadora que ya no importa lo feita que eres, hasta que, por no sentirte fea, dejaste de serlo, todo eso conseguido se esconde, sales a la calle iluminada y eres feita, y mal vestida, y de ningún modo tienes derecho a creerte una princesa, porque las princesas miran revistas de modas y piden dinero a papá para comprarse ropa. Tú no.
Además, te resistes a soltar esa mano que adoras, la mano del espejo en el que te miras y te ves fea, y tonta, y nada de lo que tienes sirve ante ese espejo, nada, aunque el espejo cariñoso te acoge, te recoge, te ama. No te importa, princesa no princesa, porque has perdido todo lo conseguido, porque huías tanto de verte así para acabar abrazando esa realidad prejuiciosa, que te hace aún más fea.
¿Qué hace aquí la princesa? ¿Qué haces en este lugar que no es tuyo? ¿Qué haces entrando en el círculo al que sólo podías rozar tangencialmente, circunstancialmente, para no dañarlo ni dañarte? ¿Qué haces escribiendo cosas que duelen, princesa? ¿Qué haces llorando? ¿Qué haces?
Pobre mi princesa, sólo mía, princesa aunque nadie más lo vea. Pobrecilla. Debiste salir corriendo, pero las botas no te dejaron y aún te duelen los dedos de caminar tan rápido, y el pecho de caminar fumando, y el corazón de tantas rajaduras. Pero tú te lo has buscado, princesa, porque el mundo no es el Asteroide de los baobabs y la rosa coqueta, pero insistes en seguir en él.
Cuídate mucho, mi princesa. Y ven conmigo si tienes ganas de llorar y descansar. Yo no te veo fea, ni tonta. Yo te quiero, princesita. Sabes cómo llegar a mí, es fácil. Ven.
Estuvo repasando su día, su noche pasada, en la calle principal, toda iluminada y multicolor, añorante de las capitales, corta y con poca oferta, por ser de provincia.
Las botas no pegan con el jean, ni la casaca, ni la blusa negra con letras plateadas, sin embargo, van mejor que las zapatillas de forro rojo, para ciudad y campo, da igual. Pero el taco de las botas es demasiado alto, sumando a su poca elegancia innata un cojeo insoportable que hará imposible una huída efectiva cuando llegue el momento (siempre llega).
Todo bien con esa chica que usa falditas sexis y botas de punta. Todo bien mientras el único vaso de cubalibre inquietaba suavemente y sin mucho éxito algunas de sus neuronas aún despiertas a esas alturas del stress. Todas las mujeres son princesas, sobre todos esas dos, ambas tristes, conversando sobre su vida, sus novios y los cigarrillos.
Pero luego, otra vez te sentiste algo pequeño, pequeño, pequeñísimo, como si todos estos años siendo tú misma, tú feita pero fuerte, feita pero valiente y tan trabajadora que ya no importa lo feita que eres, hasta que, por no sentirte fea, dejaste de serlo, todo eso conseguido se esconde, sales a la calle iluminada y eres feita, y mal vestida, y de ningún modo tienes derecho a creerte una princesa, porque las princesas miran revistas de modas y piden dinero a papá para comprarse ropa. Tú no.
Además, te resistes a soltar esa mano que adoras, la mano del espejo en el que te miras y te ves fea, y tonta, y nada de lo que tienes sirve ante ese espejo, nada, aunque el espejo cariñoso te acoge, te recoge, te ama. No te importa, princesa no princesa, porque has perdido todo lo conseguido, porque huías tanto de verte así para acabar abrazando esa realidad prejuiciosa, que te hace aún más fea.
¿Qué hace aquí la princesa? ¿Qué haces en este lugar que no es tuyo? ¿Qué haces entrando en el círculo al que sólo podías rozar tangencialmente, circunstancialmente, para no dañarlo ni dañarte? ¿Qué haces escribiendo cosas que duelen, princesa? ¿Qué haces llorando? ¿Qué haces?
Pobre mi princesa, sólo mía, princesa aunque nadie más lo vea. Pobrecilla. Debiste salir corriendo, pero las botas no te dejaron y aún te duelen los dedos de caminar tan rápido, y el pecho de caminar fumando, y el corazón de tantas rajaduras. Pero tú te lo has buscado, princesa, porque el mundo no es el Asteroide de los baobabs y la rosa coqueta, pero insistes en seguir en él.
Cuídate mucho, mi princesa. Y ven conmigo si tienes ganas de llorar y descansar. Yo no te veo fea, ni tonta. Yo te quiero, princesita. Sabes cómo llegar a mí, es fácil. Ven.
Comentarios
Nice post, qué pena que sean tan espaciados.
Un abrazo.