Excusas razonables
Me cuesta escribir. Temo sentarme frente a mi laptop y tener que levantarme en el preciso momento de la inspiración, para atender algún requerimiento (natural y justo) de mi hija de 16 meses. Arrastro el mismo miedo desde hace años, extrapolado al trabajo, la pareja, el corte de energía eléctrica. Excusas, sí, pero excusas razonables, posibles, adecuadas a cualquier procrastinación con algo de clase.
El tema central es el siguiente: a
veces, cuando tengo tiempo y no estoy muriendo de sueño, releo
algunas publicaciones pasadas y siento un retortijón en las tripas.
No me reconozco. Me gusta, pero no soy yo. Quien escribe es una mujer
joven, ansiosa de experiencia, idealista, temeraria y
dulcemente triste. Lo anterior a dulcemente es manejable, pienso.
No se llega a los 34 años sin escarmientos, digo.
Pero la
tristeza... La tristeza me puede, me asusta, no tengo ganas de
enfrentarla y verme dividida en piezas, piezas multicolor que laten,
cantan, cuentan una historia, escriben sin dudar, transmiten sin
descanso, disfrutan enredando la narración hasta reventar y hacerse
aún más pequeñas, más sangrantes, más tristes...
¿Por qué no escribes más?, me
preguntó, hace poco, un querido amigo escritor. Porque no quiero
despertar a la bestia, respondí. Asintió, entendió, comprendió y,
con respeto, calló.
En todo caso, puedo intentar narrar el
día a día o hacer una insoportable crónica sobre las vacaciones más trabajosas de toda mi vida adulta y consciente.
Estuve a punto de matarlo, estuve a punto de morirme, pero los
bajones y las crisis del tercer tipo no pueden sostenerse mucho
tiempo si tienes al lado una niña pequeña, llena de alegría, amor
por la vida y frugívora avidez.
Por cierto, acaba de despertar y es
hora de almorzar. Hasta luego, pues.
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